Pocas veces cobró tanta importancia el número dos.
La gente no valora esas cosas. Tienen doses por ahí tirados, revueltos en el cesto de las cifras sucias, en la cuenta del supermercado, sobre la mesilla de noche, en los frutales y plateados centros de mesa. He escuchado el dos de barítono de Fernando el del bar: que dos, que dos cervezas. Yo he visto con mis propias manos a los bañistas manchar el dos de agua y straciatella; he llorado por una mala réplica de un dos cualquiera.
Dicen que todo se debe a un trauma infantil, a un enredo de hemisferios. Escribía con la izquierda el patito del revés antes de sacarlo a bailar El lago de los cisnes en mis libretas. Más que dislexia era por la melancolía de comprobar cómo, desde ya, aquel número le daba la espalda al futuro. Como terapia tuve una camiseta con el dos remallado por detrás. Y como en casa decían que era una chusma, obviamente concluí que no era por ser ambidiestra para enhebrar la aguja y sacarme los mocos, sino por aquel obsceno número colgándome atrás. Y contaba, con los deditos:
—Uno, chusma, tres…
Pero ahora es más grave:
—Uno y tú.
Y el dos, tan común, es sólo una sospecha.
(Precisamente ahora, que aprendí a hacerte el amor con ambas manos).