—«Estos castellanotes —decían los fieles al rey— hasta en el hablar se muestran rebeldes y apartadizos…, parecen vascos…»
Ramón Menéndez Pidal (recitado por Blas de Otero)
« buitres con rostro humano
y ojos de nadie»
Luis Eduardo Aute, «Buitres y tiburones»
A Luis Hernández García,
natural de Covaleda (Soria),
in memoriam.
Ojos que no ven, del escritor soriano J. Á. González Sainz, es la última aproximación narrativa al tema del Terror vasco desde la perspectiva de una víctima colateral, el padre del terrorista, que asiste horrorizado al proceso de deshumanización del hijo, inmigrante castellano en el País Vasco, como él, y abducido por el movimiento nazional-socialista.
La novela presenta, pues, desde el punto de vista del padre, Felipe Díaz, la integración del hijo mayor, Juan José, y en segundo plano, de su mujer, Asunción, en el movimiento nacional de liberación vasco y la progresiva deshumanización del militante etarra, que va cegando la mirada y haciendo enmudecer la voz del padre, después de haber matado a tres personas; y la consiguiente anulación como persona de Felipe Díaz, al borde del suicidio hasta que la empatía con el sacrificio de su padre —o sea, abuelo del etarra—, víctima del Terror al comienzo de la Guerra Civil, y en su pueblo de origen, le sirva de catarsis para recuperar el equilibrio interior que le haga soportable la maldición filial.
Y ello mediante una narración que, al tiempo que relata los pormenores de la acción con una dimensión simbólica creciente, es a su vez una reflexión metalingüística sobre la percepción —«las palabras y las cosas», en clara alusión a Foucault—, para acabar ambas —novela y ensayo, digamos— confundidas, al fin, en un desenlace metaliterario.
CAMINO SORIA
Relato simbolista, y de simbolismo disémico al estilo de Machado —cuya impronta se rastrea en la descripción del paisaje ¿soriano?—, por cuanto que, a la vez que describen la realidad, los motivos de la Naturaleza —barruntos de tormenta, alimoches que comen las partes blandas [ojos y lengua] de la carroña que dejan los buitres, camino y cuneta, la peña del Pedralén, el beleño…— se van cargando de valor emotivo y/o ideológico en la segunda vuelta del camino —el regreso al pueblo de origen, veinte años después—, como motivos recurrentes: tormento moral de la tormenta que le impide ver; amenazas verbales y miradas que matan [ojos y lengua], distorsionadoras de la relación entre las palabras y las cosas, por parte de los cómplices de los buitres —alimoches—; el camino como via crucis hacia el Pedralén —en el que anidan los alimoches blancos, parecidos en color a las cigüeñas—, con su cruz del calvario; la cuneta —arcén junto al paredón de la industria guipuzcoana que recorre durante sus años como obrero—; las manos del trabajador, instrumento de muerte; o el beleño que enseña a distinguir a su hijo menor, Felipe, en sus paseos por el monte.
CRÍA CUERVOS Y TE SACARÁN… LA LENGUA o TXAKURRA, ¿TE HA COMIDO LA LENGUA EL GATO?
Todo ello en forma de un monólogo narrado desde un punto de vista identificado con Felipe Díaz, limitado omniscientemente a él —salvo en la secuencia 20, donde adopta la perspectiva del hijo menor, como el alter ego de su niñez—, para ofrecer la corriente de conciencia de la voz de una conciencia corriente, desde los principios de la ley natural y el sentido común y una arraigada moral humanista —pagana, pese a la posible tentación de asimilarla al Cristianismo— inculcada por su padre, y que, sin embargo, va a resultar apocalíptica —en la concentración en la plaza como campo de concentración, «para recordar que unas cosas son justas y otras injustas, se mirara por donde se mirara»— frente a la integración en el pueblo/Pueblo —por sinécdoque— que asume Asunción y la desintegración ética de Juan ¿Josué?, Potote
—¿«Defenderé la casa de mi padre»?—.
Se compadece bien, por tanto, desde este enfoque, con ese maniqueísmo ideológico al que sucumben hijo mayor y esposa, su correlato dialogado, filtrado por la conciencia del narrador —esquinado, modalizado, puesto que no es la inmersión en ellos el objetivo prioritario del relato—, lo que evita, salvo en contadas ocasiones, la reproducción del lenguaje coloquial oral en diálogos costumbristas, de circunstancias y algo artificiosos, con su fecha de caducidad —como ocurre, leído decenios después, con el muy loable intento de abordar el tema en Lectura insólita de El Capital, de Raúl Guerra Garrido o, en cierto modo, en notables tentativas, más recientes, y más objetivistas también, que Ojos, como los cuentos de Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, por no hablar de los de Bizia lo [‘Letargo’], de Jokin Muñoz—.
Porque, en esta novela, González Sainz aborda el —hasta ahora insólito— punto de vista de la culpabilidad —¿por omisión?— de los padres, y para ello traza su camino, integrándose su historia en la Historia, con sus vueltas —la sucesión de los sectores productivos: cultivo de la huerta y artesanía de la imprenta antes del paso a la industria química tras su emigración al País Vasco—, y las re/vueltas —como el salto atrás al episodio de su padre en el Pedralén durante la Guerra Civil— y, en el ecuador de la narración, y como paso previo a su Pasión —y muerte— por los pecados —mortales— de su hijo, la evocación de la edad de oro, del amor en el huerto del edén con su mujer, del —de la— Génesis —del hijo—, en un canto a lo inefable (p. 78) de la integración armónica en la naturaleza —ecología le dicen hoy—.
¿ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL BUITRE?
Parábola moral, pues, de clara intencionalidad simbólica —alegori-górica—, sobre la dignidad de un hombre de a pie –«[aquel camino] enlazaba su ánimo interior –su alma, decía él a veces- con el mundo»—, en la que confluye, como decíamos al principio, una reflexión meta-comunicativa. Y es que la violenta irracionalidad colectiva del terrorista irredento, una vez detenido, contra su padre —injurias y miradas asesinas del abertzale de la Eta en las que Felipe reconocerá las de los patriotas de la Falange Española que asesinaron a su padre—, le provoca la quiebra del «sentido que nos mantiene unidos a las cosas» —«las palabras ya no decían las mismas cosas» (p. 130)—, una especie de alalia —«carcasas de signos y cadáveres de frases»— a la que se suma un trastorno en la percepción visual —asimilable a la ceguera—, que lo empuja a emprender el ascenso al Pedralén, rememorando la Pasión de su padre.
Y será finalmente allí, al borde del despeñadero, en el accidente geográfico de aquella atalaya desde la que poder rebobinar vertiginosa/mente el discurrir histórico de su vida, donde logrará recuperar la visión panorámica de las cosas del paisaje y el sentido pleno de las palabras que lo unen al paisanaje, en un inquietante tratamiento de choque —suspense de un ciego y mudo suspendido en el abismo—; en una anagnóresis consigo mismo que le permitirá superar su autismo audiovisual —«el alimoche blanco […] devora las entrañas [corazón que no siente] y deja sin ojos y sin lengua»—, y reubicarse en sus coordenadas espacio-temporales; en una superación de los contrarios —del padre víctima y el hijo verdugo— que hace posible invertir el sentido de la espiral filogenética de la violencia de su clan en la ontogénesis del héroe estoico que detiene el movimiento del péndulo —¿de Foucault?— de la Historia, redimido —¿ready-made?— en su nueva recreación como ser humano; en el misterio de una laicísima trinidad —«paz, piedad, perdón»— y en una resurrección, en fin, que lo reintegra —tras su figurado descenso a los infiernos— al reino de los vivos, reinsertándolo —y nunca mejor dicho ahora— en la sociedad que estigmatizándolo lo segregó y, aterrándolo, lo desterró para enterrarlo en vida en su exilio interior.
OJOS QUE NO LEEN
Primorosa obra maestra del compromiso con los valores del ser humano, para lectores vascos —con ojos que no leen— o del resto de España —que miran a otra parte—, que tal vez encuentre su lector ideal en vascos de origen soriano —como este crítico—, en su día compañeros de viaje o tontos útiles —inútiles, prefiero creer— del movimiento abertzale.