Cariño estaba planchando una camisa de Felipe cuando vio al hombre por la tele. Siempre se ponía la tele para no aburrirse planchando. Echaba un ojo y seguía a lo suyo. Era la camisa del traje, la buena, la dificultosa. Felipe siempre le decía: “Cariño, cuidadito, a ver si me la quemas”. El programa que estaban echando no tenía interés ninguno, era una serie de esas de a media tarde, de relleno. Se veía el despacho de un jefazo y dos personas hablando de pie. Un hombre y una mujer. El hombre iba bien vestido, con un traje negro y una camisa rosada. Lo llamativo para ella fue la voz del hombre, que le sonó como una canción escuchada en sueños, o como si le estuviera susurrando a ella a la oreja palabras de electricidad. El hombre tenía una sonrisa bonita, tierna y seductora, con un punto de niño travieso. Pero fue su voz la que le cambió a ella el cuerpo. Soltó la plancha, se sentó delante del televisor y se tragó el capítulo entero.
Al día siguiente buscó en el periódico la programación televisiva. La serie constaba de tres capítulos semanales, o sea, días alternos, o sea, hoy no tocaba. Hacía mucho tiempo que no sentía aquel cosquilleo. A lo mejor no lo había sentido nunca, o no tan intensamente, o no con tanta complacencia. Ese día hizo lo mismo que todos los días: lavó, compró, cocinó, fregó, leyó un capítulo de una novela de intriga histórica, se peleó con Felipe por una tontería de los niños, habló unas cuantas de veces por teléfono. Y cuando llegó la hora de la serie, Cariño sintió un ligero vacío, un amago de deseo.
Ya era miércoles: daban la serie. Treinta minutos antes de la hora prevista se duchó, se hizo un moño, se puso una falda negra y una camiseta verde, moderna. Se cambió las zapatillas de andar por casa por un calzado de medio tacón. También se perfumó. Por poco se va a buscar un bolso. Y se sentó ante el televisor. Sonó la sintonía, empezó otra vez la trama. El hombre del traje negro llevaba hoy un pantalón negro y una chaqueta de sport. Tenía el semblante serio. Algo preocupante la habría pasado a su personaje. Entonces vino una chica muy mona, la prota, y le plantó un beso en los morros. Él no se emocionó, parecía esquivo. Alguna evasiva le murmuró. Su voz era de una cualidad gaseosa. La chica mona acarició su mejilla con unos dedos muy largos. Presenciando la escena, Cariño percibió un ligero perfume a after shave.
El jueves lo pasó en dique seco. Fue un día recortado con tijeras de su rutina. Recortado por una línea de puntos: jueves. Las horas pasaban lentas. Sus labores podían esperar. Esa noche soñó con el hombre del traje negro. Era una sueño etéreo, vaporoso, como un baño de sales. El hombre se encontraba en un parque, sobre una colina, un promontorio con el césped muy cuidado, allí sentado en un banco de hierro, de estilo barroco. El hombre la miraba desde lo alto, con aquella sonrisa tan compleja, agridulce, tensa. Entonces introdujo su mano izquierda en el bolsillo y extrajo un hombrecillo desnudo. Era una réplica suya, un clon en miniatura. Ella sintió una angustia dulcemente, una combinación exótica, como un helado de aguacate y maracuja. Caminó a pequeños pasos en dirección al hombre, subiendo la colina, olvidándose de su vida, y tomó en su mano al hombrecillo, con mucho cuidado, mucha lentitud, mucha ternura desconocida. Lo acarició. Y entró en un estado de paz, como si nada malo pudiera pasarle nunca más.
A la mañana siguiente pensó: ya es viernes.