Abrí los ojos y solo vi oscuridad.
Ladeé la cabeza confuso, intentando ubicarme, pero no tenía ni la más remota idea de donde me encontraba. Me quedé durante unos segundos quieto intentando memorizar algo pero fue inútil, los recuerdos parecían haberse perdido inexplicablemente en lo más profundo de mi mente.
Me asusté. No podía reconstruir mentalmente el día anterior, ni siquiera lograba recordar algún suceso de mi vida y mucho menos mi nombre. Un terror irracional se apoderó de mí, sumiendo a mi cerebro en la más profunda y cruel desesperación.
Deseé que aquella fuera una simple pesadilla.
Metí las manos en los bolsillos con palpable nerviosismo, intentando buscar algo que me pudiera dar una pista sobre algo de mí mismo pero no había absolutamente nada, estaban vacíos, como mi mente.
Sin saber qué hacer, tanteé en medio de la negrura con manos temblorosas a mí alrededor y comprobé que estaba atrapado. Parecía estar tumbado en un espacio reducido donde apenas podía moverme.
Aquello me produjo momentáneamente una sensación de claustrofobia.
Acto seguido, levanté uno de mis brazos y me topé con algo duro y liso. Lo acaricié en la negrura y comprobé que se trataba de madera, concretamente de álamo. No comprendía por qué lo sabía, lo sabía y punto. Tal vez aquello estaba relacionado con algo de mi vida, pero no podía recordar el qué.
Un fuerte olor a tierra mojada se abrió paso a través de mis fosas nasales.
Preso de una persistente angustia, intenté encontrar alguna razón lógica a aquella situación. Pero la realidad cayó sobre mí como una fría losa y un torrente de emociones acabaron por abrirse pasó a través de mí, haciéndome chillar con todas mis fuerzas, pidiendo auxilio.
Pero no obtuve respuesta alguna. Estaba solo.
Instintivamente, empecé a golpear con los puños durante varios minutos. De repente, una fuerza que nunca creí tener, pareció surgir de mis brazos, haciéndome sentir poderoso así que, sin pensarlo dos veces, asesté un golpe seco contra la madera con todas mis fuerzas. Se oyó un sordo crujido y luego se quebró, hasta astillarse provocando que un buen puñado de tierra cayera sobre mí.
Me quedé desconcertado ante aquella fuerza extraña que poseía.
Hice una mueca de asco girando la cabeza, tosiendo y apartándola de mi cara. Gruñí en voz baja y luego con rapidez, fui arrancando trozos de madera apartándolos hasta quedar completamente liberado de aquel mar de arena.
Lo primero que sentí al ponerme en pie fue que soplaba una gélida brisa nocturna sin embargo no tenía ni piza de frío.
No sentía nada.
Bajé la vista y comprobé que iba vestido con un antiguo esmoquin. Luego, con lentitud, eché un vistazo a mí alrededor, levantado un puñado de tierra con el pie mientras me daba cuenta de que había estado todo este tiempo encerrado en un ataúd.
- ¿Acaso estoy muerto? –me pregunté a mí mismo.
Observé las manos, extrañado y comprobé que tenían una extraña palidez casi fantasmal, pero lo que más me impactó fueron las heridas que tenía en los nudillos. Estaban cicatrizando en cuestión de segundos, quedando solo rastros de sangre seca, lo que recordaba que alguna vez hubo heridas.
Alcé la vista y vi que un angosto y lúgubre cementerio se extendía ante mí.
Estaba repleto de cruces, lápidas e inmaculadas estatuas de ángeles y estaba todo recubierto con un silencio tan tenso que se podía cortar con un cuchillo.
Sin embargo, había algo más. Sentía que existía un extraño vínculo que me unía a ese cementerio, algo que escapaba de toda lógica humana.
De pronto y para mi sorpresa, un silbido partió por la mitad el viento.
- Veo que ha despertado. –susurró una voz grave a mis espaldas.
Me giré, sobresaltado y pude notar como mis hombros se tensaban al ver una oscura silueta haciendo que mi cuerpo se pusiera en posición de defensa.
- ¿Quién es usted? –pregunté frunciendo el ceño, con cierto desconcierto.
La silueta se acercó unos pasos hacia mí, dejando al descubierto su cara.
Era de complexión atlética y bastante alto. Su pelo era corto y rubio, casi blanco, algo que lo caracterizaba. Poseía unos familiares ojos de color azul claro, con un deje malicioso que no me inspiraban ninguna confianza. Su boca se torció en una sonrisa socarrona, dejando a la vista dos incisivos blancos y afilados, un gesto que interpreté a modo de amenaza.
- El último muerto al que enterraste en su otra vida. –contestó con desdén– Bienvenido al mundo de las sombras, neófito. –hizo una reverencia con la cabeza, sonriendo.
De golpe, viejos recuerdos volvieron a mi cabeza en forma de imágenes difusas y fugaces y entonces lo supe todo. Yo mismo había echado tierra sobre el féretro de ese muchacho el día de su entierro, hace días porque era eso a lo que me dedicaba, a enterrar personas.
- La vida da muchos giros inesperados… ¿no le parece? –volvió a hablar.
Pero eso no era todo. Lo más sorprendente es que conocía a ese muchacho y no podía dar crédito a verlo allí plantado, delante de mí, tan lleno de vida.
- Pero… ¡Estaba muerto! –exclamé con ojos desorbitados– ¡Yo le vi!
- Al igual que usted ahora… –se cruzó de brazos– Su pecho ya no sube ni baja… su corazón ha dejado de latir para siempre. Ahora se ha convertido en un ser que vivirá toda la eternidad, un condenado.
En ese momento, se dio cuenta de que tenía razón, de que era un no-muerto como él.
- ¡Maldito engendro demoníaco! –grité enfurecido. Me llevé las manos a la cabeza resignado y me derrumbé en el suelo, apoyándome sobre las rodillas– ¡¿En qué clase de ser me ha convertido?! ¡¿En un demonio?!–pregunté apesadumbrado, mirándolo a los ojos.
- En una criatura de la noche, señor Richard. –se me acercó al tiempo que sus ojos se tornaban rojos como la sangre– O como lo que los humanos suelen denominar… un vampiro.
- Oh… –hice ademán de pronunciar la palabra “Dios” pero algo dentro de mí, me lo impidió– Ni siquiera puedo pronunciar al Todo Poderoso por esta maldición. ¿Por qué lo ha hecho? –pregunté fulminándole con la mirada.
- Ha sido mi venganza contra usted, un error que debía pagar con su vida… o en este caso, con el despertar en el reino de las tinieblas. ¿O acaso no recuerda que un tiro atravesó mi corazón por su culpa? –su voz tenía un deje de odio controlado. En ese momento recordé el suceso de aquella fatídica tarde y no pude evitar tragar saliva– Así que dígame, señor Richard, ¿Qué se siente cuando el enterrador es el enterrado? –en un movimiento relámpago apareció detrás de mí y acercó su boca contra mi oreja– Los errores siempre se pagan. Usted me quitó la vida, yo le quito lo que le daba la vida a usted, rezar a los santos y a su querido Dios. Uno por uno.
Y luego, se esfumó en mitad de la noche, cual fantasma.