Se está preguntando que hace en aquel lugar desconocido. Está aturdido, mareado, la cabeza le duele horriblemente. Mira a su alrededor y solo ve a dos hombres con uniforme blanco que charlan entre ellos y que le observan de vez en cuando. ¿Qué lugar era aquel? Paredes blancas, fríos muebles de tubo y plástico. Asepsia total. ¿Un hospital? ¿Una clínica, quizá? Trata de recordar. Qué día es. Qué hora es. Su reloj. ¿Dónde está su reloj? Se incorpora torpemente y se dirige hacia los dos hombres. - ¿Que estoy haciendo aquí? - pregunta - ¿Quiénes son ustedes? - ¿Pueden decirme qué hora es? - Por toda respuesta los dos hombres le asen sin miramientos por las axilas y le obligan a sentarse de nuevo. Guarda silencio. Trata de concentrarse en averiguar donde está. Intenta leer de forma disimulada las placas de identificación que sus dos guardianes llevan prendidas en su uniforme. Apenas logra distinguirlas. Trata de ganarse su confianza: - Un Swatch. ¿No? - Le dice al hombre de su derecha, señalando su reloj. - Ahora los fabrican también de metal - sigue comentando - Acero. Aunque están empezando a utilizar el aluminio - continua con su monólogo ante la indiferencia del individuo - El titanio es más ligero, pero encarece un poco - afirma - De todas formas, nunca tomaremos en serio esa marca. Los expertos por supuesto – prosigue, cada vez mas animado -¿Sabe? - pregunta - donde esté un buen Rolex, que se quiten todos los demás. - De pronto se queda en silencio. - O un suizo clásico con sus precisas maquinas. - comienza de nuevo - ¿El cuarzo? Una mierda. Inventos de los japoneses. Exactos pero sin clase. Un automático tiene más categoría. O un viejo reloj de cuerda. - ¿Y usted que lleva? - pregunta de pronto al hombre sentado a su izquierda. - !!Sí es un digital!! - Que pena. Es la negación total. La renuncia a la belleza - Le compadezco - le dice al tiempo que le da unos golpecitos en la espalda - Nadie es perfecto, amigo. - y continúa - Hágame caso o nunca será nada en la vida. El hombre de uniforme se levanta de pronto y alzando mucho la voz le dice: - !!Ya basta!! Estamos hasta las narices de usted y de sus relojes!!
Los relojes.... Su gran afición. Los amaba. Le atraían de un modo enfermizo. Conocía marcas y modelos. Sentía una admiración desenfrenada por ellos. Sabía que una determinada marca podía significar, según quien lo llevase, un símbolo de poder, de riqueza, también de snobismo. Otra podía ser más popular, más asequible. La gran explosión de la moda de los relojes de plástico llenos de colorido. Los cronógrafos, con múltiples funciones. Los relojes extraplanos, con elegantes correas de piel. Los relojes joya. Los deportivos. Los profesionales. Los digitales, los automáticos, los sumergibles. Con maquinaria de cuarzo, con pila, sin pila, redondos, cuadrados, de oro, de acero, de titanio. Los relojes de bolsillo, ahora prácticamente piezas de museo..... Su gran pasión le llevaba a soñar con poseer los relojes mas variados. Poder cambiar continuamente de modelo, de forma que ninguno llegara a cansarlo y poderlo disfrutar cada instante, sin que ningún hastío turbara su posesión. Buceaba en revistas especializadas. Coleccionaba catálogos. Nunca pasaba de largo ninguna publicidad sobre relojes en periódicos o revistas. La leía detenidamente. Esperaba ansioso los dominicales de la prensa en las fechas cercanas a celebraciones donde se acostumbraba a regalar: San Valentín, el día del Padre o de la Madre, Navidades, Reyes, porque sabia que en ellos se publicarían, sin duda, páginas y paginas sobre las últimas novedades, para orientar a los lectores. Algunas veces, se atrevía a entrar en relojerías, y solicitaba información sobre algún modelo al azar. Los dependientes lo atendían solícitamente y le mostraban las excelencias del aparato. El poderlos tocar. Lucirlos un instante en su muñeca, le producían un placer casi erótico. Competía con los empleados en sus conocimientos de la materia. A veces se indignaba porque descubría su ignorancia. En otras disfrutaba enormemente haciéndoles una demostración de las posibilidades de determinado modelo en la que los profesionales no habían reparado. ¿Profesionales? ¡¡ Qué profesionales!! Les hubiese dado lo mismo vender chorizos en el mercado o alfombras en un bazar. Era absurdo intentar comprender como podían, los desgraciados, trabajar rodeados de aquellas bellezas, de aquellas maquinas perfectas, sin sentirse en el paraíso. Sin dar gracias cada día por aquel regalo del cielo. Para él, el summum de la perfección era la exactitud. Controlaba a diario las señales horarias de la radio para que la hora que señalaba el reloj que lucia aquel día fuese la correcta. Odiaba a quienes adelantaban deliberadamente la hora para no llegar tarde a las citas. La hora era la que era y basta. No cinco minutos más ni menos. Otra cosa eran los relojes de pared o de pie. Admiraba los grandes carillones con sus solemnes péndulos, pero no era lo mismo. No podías llevarlos contigo. Nunca se convertían en aquel ligero peso en tu muñeca, que tan seguro te hacia sentir. También de noche sus campanadas resultaban molestas, especialmente cuando daban cuartos y medias. Definitivamente no. Como tampoco soportaba los relojes con alarma. Y aquellos que daban la hora en punto con un pitido. Bastaba ir al cine para darse cuenta de que la inexactitud era la norma. Ninguno sonaba en el instante preciso. Debían sonar todos al unísono y la aguja horaria de los desprovistos del molesto pitido, debía estar exactamente en ese momento sobre las doce. Así debía ser.
De pronto se abre la puerta y un hombre al que reconoce vagamente se dirige hacia él abriendo los brazos e interrumpiendo sus pensamientos – Pero, amigo mío – dice - ¿Otra vez por aquí? -¿Qué ha sucedido en esta oportunidad? – Pregunta a los dos enfermeros - El loco de los relojes, doctor - contesta uno de ellos - Le hemos encontrado encadenado a la verja de la embajada del Japón, largando un discurso sobre no sé que conveniencia de embargo por competencia desleal con Suiza, o yo se que rollo. Al intentar detenerlo ha agredido al bombero que manejaba la cizalla, en cuanto le ha quedado un brazo libre – Señor, señor - el médico se dirige a él - Ya es usted mayorcito para estas tonterías - Le pasa una mano por los hombros y se lo lleva hacia la otra habitación, mientras le dice suavemente - Tranquilo, hombre, tranquilo. Aquí le vamos a dar solo buenos consejos. Y en unos días estará como nuevo. ¿Verdad que va a portarse bien? ¿Quiere que avisemos a su familia?