Busco en los cielos alguna señal de optimismo, pero no la encuentro. Me llega, sin avisar, la noticia fulminante de la muerte de David Bowie y presiento el peso vertiginoso de las lágrimas. En la sien, en el pecho. Dejo que Blackstar, su último disco, me invada con su estrella negra, su jazz o su rock lascivamente entremezclados, su tono perseverante y crepuscular. Su íntima voluntad de perderlo todo y entregarlo, al fin, sin renunciar a nada.
Pero de música entiendo poco. O nada. Tarareo los compases de mi vida y pierdo el hilo y hasta se me escapa la melodía. Su sentido. Su sinsentido. Danzo inmóvil, mientras me derrumbo y busco cobijo entre mis recuerdos como entre metáforas. Me sé, pues, un poco más huérfano que de costumbre, pero no importa. En esa banda sonora que siempre acaba siendo la vida, fui tantas veces feliz como fui desgraciado. Rectifico ahora que puedo. Nunca he sido desgraciado y nunca creí ser feliz del todo. Creo que hice bien.
Ahora sigo buscando en los cielos alguna señal de optimismo, pero no la encuentro. Parpadea una estrella negra, quizá Ziggy Stardust regresando, como si fuera Lazarus, de entre los muertos. Hay un país en llamas, éste, un país a trozos y con varios nombres y múltiples conexiones sentimentales, Mallorca, Baleares, Valencia o Cataluña, España y también Europa, por ejemplo, y hay también un cielo de todos, un cielo cuajado de amenazas, un cielo absolutamente vacío donde, sin embargo, la vida y la muerte no hacen otra cosa que seducirnos, alternativa y fatalmente.