Cuando uno cumple los cuarenta, siente por vez primera el aliento del tiempo en su cogote, pero no le da demasiada importancia. Las estadísticas refrendan que aún le queda más de la mitad de la vida por delante. Pero cuando uno cruza la barrera del medio siglo, no hay manera de ignorar la propia mortalidad. Sabes con certeza que la cuesta abajo ha comenzado y no se detendrá. Como ocurre con la variación de la luz solar tras los solsticios, al principio es casi imperceptible. Te sientes bien; apenas percibes tu propia decadencia. Te consuelas con la frase hecha de “uno tiene la edad que siente en su corazón”. Pero al igual que sucede con la duración de los días según el calendario se aproxima a los equinoccios, los efectos del tiempo sobre tu cuerpo son cada día mayores, hasta que llega un punto en que, al mirarte entre dolores al espejo por la mañana, contemplas a un anciano al que la parca pone su huesuda mano sobre el hombro. A partir de entonces, igual que tras el solsticio, las variaciones son cada vez menores, ya que tu constitución no lo soportaría, y gracias a la química aún te resistes a que se baje el telón de tu existencia.
Es, en efecto, al llegar a los cincuenta, que uno dirige su vista atrás. Sin aspavientos, se tiende a recordar el principio de la carrera. En medio siglo el mundo ha cambiado mucho. Y no me refiero a lo tecnológico, que también, sino al cambio de la sociedad y sus hábitos. Creo que estas mudanzas las ha vivido todo hombre desde que el mundo es mundo. La sociedad y el hombre siempre han estado en continua evolución y cualquiera que haya vivido cincuenta años descubre que el mundo sobre el que se fijo su urdimbre ha desaparecido en gran parte.
Quizás en lo sociológico es donde más sorprende. En mi niñez España era mayoritariamente un país franquista, católico practicante, sexualmente reprimido, libre en lo particular y sometido en lo político. Hoy el país es demócrata, con una fijación por eliminar restos monumentales de aquel dictador –como si quisiéramos borrar de nuestra vista las pruebas de que la mayoría de nuestros padres fueron cómplices de aquel período–, de mayoría atea, o al menos laica –como si con ello pudiéramos justificar la falta de moralidad de nuestros actos–, con unas costumbres públicas sexuales que dejarían atónita a Mesalina y libre en lo político, pero sometido en lo particular –con las restricciones sobre nuestra individualidad justificadas por una apariencia de seguridad–. Supongo que en otros cincuenta años, la rueda social volverá a girar. Conocí costumbres que aún hoy me parecen tan chocantes como entonces. Recuerdo una en especial que se me antoja especialmente peculiar y de la que fui testigo numerosas veces en Jijona, aunque imagino que no debía ser en la única localidad que se daba. Se producía en los bautizos. Allí, tras salir de la iglesia una vez bautizado el neonato, se recorría la calle principal del pueblo y los padrinos iban tirando pesetas a los niños que, a cambio, iban alborotando alegremente alrededor del cortejo contribuyendo a la alegría del acto.
En cuanto a lo tecnológico, hemos dado un salto como jamás había ocurrido desde el descubrimiento de la rueda y el fuego. Creo que no merece abundar en ello porque incluso en los últimos quince años la evolución tecnológica, y en especial en las comunicaciones, ha sido cuando menos, pasmoso.
Sin embargo hay un tercer aspecto del transcurso de mi tiempo que es nostálgico. Hay algunas circunstancias comunes de la niñez de mi generación que han sido barridas por el tiempo y que me producen un pequeño dolor por saber que las nuevas generaciones no han tenido la fortuna de disfrutar de ellas, y que aportaban a mi mundo una dimensión humana que ya no volverá. Son múltiples las desapariciones. No hay más que leer los tres libros que van editados de “Yo fui a la EGB”. Otras seguro que volverán; la moda es inmisericorde. Con seguridad contemplaremos de nuevo las pellizas, las camperas, los campanos, las hombreras, etc. Pero voy a hablar de algunas de aquellas cosas y personajes que, lamentablemente, quedarán para los libros de Historia, salvo hecatombe que nos haga regresar a las cavernas y repetir una vez más la Historia.
En cuanto a personajes, hay cuatro de los que guardo especial memoria aunque a todos ellos los pude contemplar en contadas ocasiones en mi ciudad natal, Bilbao, y en el pueblo donde veraneaba, Baquio.
El primero lo constituían los serenos, a los que, por mor de mis horarios infantiles, pocas veces pude ver. Aquellos hombres que paseaban en soledad, creo recordar que con uniforme verde, por las ciudades durante las noches, acarreando un llavero enorme del que colgaban las llaves de todos los portales de la zona que les correspondía. Eran tiempos de feliz inocencia, cuando a nadie le parecía raro que un desconocido tuviera acceso a cualquier edificio y que ejemplarizan una época en la que la gente se iba de parranda sin preocuparse siquiera de llevar las llaves de su casa.
El segundo lo constituía un grupo de etnia definida: los gitanos de la cabra. Acostumbraban ser tres, más la cabra. Se situaban bajo un edificio y ejecutaban su curioso espectáculo. Mientras uno tocaba la trompeta, otro dirigía al animal para que, haciendo los pasmosos equilibrios de su raza, se subiera a una inverosímil construcción de escalera, banquetas y otros objetos, y después comenzara a girar sobre la estrecha cúspide. El tercer integrante humano, que solía ser mujer, mientras tanto llamaba la atención a los vecinos para que estos arrojaran las monedas que justificaban su peculiar arte.
El tercero era la sardinera que aparecía con una bicicleta, también bajo los edificios, aunque en Bilbao llegué a conocer una que tenía un puesto ambulante, más o menos fijo, en la calle Doctor Areiltza. Sus ropajes gremiales, su rostro gastado y, sobre todo, su caja circular de madera llena de grandes sardinas ahumadas, parecían, aún en mi niñez, un residuo de una época donde el tiempo se medía en años y no en segundos, y las distancias en metros y no en kilómetros.
Y el cuarto, y más relevante para mí, eran el lechero y la lechera. Tanto en el pueblo costero como en Bilbao, aparecía diariamente a traer un enorme recipiente de aluminio lleno de leche recién ordeñada. Primero dejó de acudir a la ciudad y, finalmente, las leyes de salubridad la hicieron desaparecer definitivamente cuando se obligó a que toda leche fuera uperizada antes de ser puesta a la venta. Hace cincuenta años la leche se llevaba directamente de las vaquerías a las casas sin proceso previo alguno. Era una estampa normal ver como lo primero que se hacía en los hogares era hervir aquella leche llena de grasa que se iba acumulando en forma de nata sobre la superficie. Comer aquella nata sobre un pan era una delicia gastronómica hoy desaparecida. De igual modo, con la nata, a base de prensarla y batirla, se obtenía una mantequilla cuyo sabor se ha perdido en la noche de los tiempos. La leche era sabrosa como la fruta que se consumía entonces; nada que ver con la de hoy. Es verdad que se pagaba un precio, pues era difícil de digerir, en especial para los adultos, y transmitía algunas enfermedades, pero su sabor compensaba. No puedo evitar que se me deslice una lágrima al recordar el sublime arroz con leche que, casi a diario, mi abuela preparaba durante los veranos en Baquio y al que atacaba sin medida cuando comprobaba que no había ningún adulto a la vista que me lo impidiera. No tengo dudas de que, si me pusieran en una balanza la posibilidad de elegir entre comer una langosta y aquel arroz con leche, el peso se decantaría por esta última sin la más mínima duda.