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ISSN 1989-4163

NUMERO 70 - FEBRERO 2016

El Pescador de Recuerdos

Javier Neila

 

     

La mujer me mira. Me mira de manera extraña. Es castaña, de unos treinta años y rasgos duros, pero atractiva. Se acerca hasta mí.  Su pelo recogido brilla bajo el intenso sol del Mediterráneo. Debe ser abril o mayo. No lo sé seguro. Parte el pan en dos y me da el  trozo más grande, junto a un arañado vaso de vino tinto. Se sienta en la mesa, a mi lado, bajo los árboles del jardín, y me coge la mano. Tiene una dulzura y una sensualidad en las suyas que me llaman la atención;  sus movimientos son elegantes y armoniosos, como los de una bailarina. En su mirada veo pena e incertidumbre, pero de su cara brota una sonrisa sincera, y algo más que no soy capaz de distinguir. Respira intensamente y su pecho se dispara, ondulando la insignia esmaltada de voluntaria de la Croce Rossa Italiana. Viste de luto, pero mantiene el anillo de casada. Huele a lavanda y a leña. Y a mujer.

Me vuelven a dar las  punzadas en la cabeza. Mi mano tiembla y se me derrama el vino sobre el uniforme. La enfermera, paciente, me seca el pecho con el pañuelo blanco de su muñeca, secando con cuidado algunas cintas de medallas que no recuerdo haber ganado. Son secuelas de la herida, supongo, y de los trozos de metralla que aún permanecen en mi cabeza. Los latidos del corazón me retumban en la sien y el brillo blanco de la cal de la pared o el reflejo del sol en la bebida, se me clavan en los ojos, como cuchillos. El médico militar, el capitán Cecelino, me ha dicho que es normal, que debo tener paciencia y que las cosas volverán a la normalidad, pero yo no estoy tan seguro. El perro pastor de la finca, un enorme ovejero siciliano, peludo y negro como la pólvora, lleva todo el rato tumbado junto a mí silla de ruedas. Esta muy mayor. Mueve el rabo cuando me llevo algo de comida a la boca, como si quisiera un trozo. Le acaricio y él se deja querer, complaciente. Parece que le caigo bien. Se llama “Pigro”, me comenta la enfermera, que permanece todo el tiempo a mi lado. Significa “Holgazán”… Le viene bien el nombre. Es bueno y tranquilo, como todo lo que me rodea. No sé quién soy, no sé qué hago es éste sitio, pero quiero pasar aquí el resto de mi vida. Mientras ella me habla de cosas que no soy capaz de entender,  me fijo sin querer en sus  labios carnosos, en la inflexión de su voz al hablarme y en sus ojos ajados y rebosantes de un sufrimiento intenso.

Desde las afueras de Cozzarelle, con el Etna a mi espalda, se me va la mirada al tramo de mar que puedo ver entre los Montes Ilice y Gorma. Un pequeño pesquero faena por el estrecho, en dirección a Messina, aprovechando el viento y las bravas corrientes que se forman al pasar Catania, cuando las densidades de los mares Jónico y Tirreno se mezclan formando remolinos, ricos en pesca. Es justo el sitio donde en la Odisea, Circe advierte a Ulises que los monstruos Escila y Caribdis esperan pacientes, para devorar  las almas de los navegantes. Sus almas o quizás tan sólo sus memorias, que viene a ser lo mismo. Creo ver los brillos de los peces enredados mientras recogen la faena, aprovechando la segunda pleamar después del mediodía, y me pregunto si antes de ser soldado, habré sido pescador, como me dicen. Todo me resulta familiar, pero ya no se diferenciar si son mis propios recuerdos, o lo que me cuentan las personas que vienen a visitarme. Lo que recuerdo con certeza, es el asalto en el que me hirieron, no hace mucho, cuando los artilleros austrohúngaros casi nos borran del mapa a todo el 3º Regimiento de Bersaglieri, en la diabólica ladera del Monte Grappa, una sangrienta tarde del 24 de Octubre de 1918. Las caras y los gritos de desesperación de mis camaradas desaparecidos aún me atormentan por las noches, cuando los medicamentos no son capaces de dejarme conciliar el sueño.

Un niño con camisa blanca y pantalones cortos se acerca hacia mí. Tiene pecas, churretes y postillas en las rodillas. Tendrá unos doce años. Supongo que viene del colegio.  Me dice su nombre, pero no consigo retenerlo en mi cabeza; me pregunta si me duele mucho. Yo le digo que sí, pero que con su visita me duele menos. Él se ríe y yo bromeo con él, mientras apuro el vino y el queso. Me hace un dibujo en el que aparezco en la guerra, con un fusil y una bayoneta, rodeado de explosiones. Tanta luz no me deja ver bien el dibujo, pero se lo agradezco con una sonrisa y lo guardo cuidadosamente en la guerrera. Es el hijo de la enfermera y anda por aquí de vez en cuando. Ella le dice que me deje tranquilo, pero me gusta cuando se sienta a mi lado y me cuenta sus cosas. Es uno de los pocos momentos en los que ella parece ser feliz. Se le llenan los ojos de orgullo y se queda abstraída, escuchando a su niño contarme cualquier cosa del colegio o de sus amigos. Yo los observo a los dos, e intento imaginar lo que es tener una familia.

No puedo dormir. Es medianoche y las cigarras me están volviendo loco. Me ha despertado una sensación extraña; he creído recordar y entenderlo todo, pero los recuerdos se ha disipado como niebla cuando he terminado de recuperar la consciencia. Ahora vuelvo a no saber nada. Me incorporo con dificultad y ando tambaleante por la habitación. No sé cuando volveré a andar con normalidad, pero al menos con cuidado puedo mantener el equilibrio. Busco el tabaco y saco sin querer de mi guerrera el dibujo del niño. La luz tenue de la vela me permite verlo con detenimiento mientras fumo tranquilo. Me ha idealizado. Tras de mí una enorme bandera italiana ondea al viento, sobre la que aparece “Por el honor de Italia”…y debajo ha escrito “Mi padre es un héroe herido en la guerra,  “Sicilia, 11 de Mayo de 1929”… Me siento en la cama y me llevo las manos a la cabeza…un sudor frio me recorre la nuca y la espalda, y empiezo a enlazar recuerdos y sensaciones…me viene a la cabeza la imagen de la foto del salón, frente a la que paso a diario,  en la que aparece la enfermera del brazo de un militar de los Bersaglieri y con un niño pequeño en brazos;  recuerdo su miradas y lo que siento cuando estoy con ellos;  recuerdo al perro, mi perro, al que yo le puse el nombre cuando era un cachorro, recuerdo mi hogar…empiezo a llorar y a gritar mientras golpeo las paredes…descubro aterrorizado que llevo 11 años perdido en el laberinto de mi memoria, en mi casa, con mi mujer y con mi hijo. Me tropiezo y tiro la mesita de noche, reventando la jarra de agua contra el suelo…se abre la puerta y aparece ella, en camisón, mientras me revuelvo en el suelo cortándome las rodillas y las manos con los cristales mientras intento levantarme;  ella solloza mientras me acaricia la cara, me besa y me dice que no me preocupe, que todo va a salir bien, que no pasa nada. Los dos nos mantenemos abrazados de rodillas, empapados en mi sangre y llorando  sin consuelo, aprovechando mi doloroso y fugaz momento de lucidez.

 

 

El pescador de recuerdos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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