Ciudad tan complicada, hervidero de envidias,
criadero de virtudes deshechas al cabo de una hora,
páramo sofocante, nido blando en que somos
como palabra ardiente desoída...
Efraín Huerta
De todos, el peor vacío es la soledad acompañada, el esconderse del hálito del otro a través del ejercicio egoísta de aguantar hasta el borde del colapso la respiración del alma, para que lo presuntamente ajeno no se asome; éste rotundo páramo de cuerpos en vaivén que llamamos ciudad, a quien le rendimos todos nuestros oasis sin luchar las batallas requeridas, sobre todo el hacer coincidir nuestros latidos con los del cercano prójimo, y juntos ademar el corazón que nos mantenga bien plantados en la vida, no pendientes de los resuellos de la muerte. Sufrimos la ciudad. Somos más piedra y argamasa que lo que nos aloja.
Terrible es que seamos expertos en el sonido de las puertas que se abren y se cierran, y sepamos con anticipación dónde goteará la casa con las lluvias, y seamos capaces de construir desagües que lleven nuestros orines a miles de kilómetros, pero no distingamos el tintinear de la poesía del flato nauseabundo de la página roja, ni sepamos cuándo y por qué un adolescente brillante o un padre amoroso se quitarán la vida a escasa distancia de nuestra infame atención. Terrible es que aprendamos de memoria el sesgo de las piedras, pero desconozcamos las vibraciones de nuestra propia voz: ciudad íntima cuyas avenidas nos llevarán a ese otro, que erigirá de los repiques de su tímpano el mejor sortilegio ante el olvido.
Inventamos la ciudad. ‘Estamos cansados de no plantar los sueños y el corazón en ningún sitio’, dijimos. ‘Aquí el amor será más aprehensible y los sueños tomarán tal densidad que nos permita moldearlos con las manos’. Pero mentimos, creamos la ciudad sólo para huir a pasos tan veloces que nos dejaran solos entre la muchedumbre: cualquier disentimiento es callado de inmediato por la estruendosa voz de los motores (el corazón fuera de borda, artificial, de la ciudad) que braman laberintos con apariencia de caminos.
Aquí erigimos puentes para añorar las aguas, y nombramos los ríos para que no existieran. Forjamos albañales donde puedan las ratas vivir decentemente y deambular tranquilas su oscura timidez. [Una visión nos llega, quizá ya un poco tarde: la lluvia que sí importa va de abajo hacia arriba, porque la lluvia grave, la que cae, es sólo el contraflujo de la otra, la que asciende entre soplos de hez y podredumbre]. Desde nuestras ventanas de luz contaminada un plomizo horizonte se vislumbra a lo lejos, la tarde es inquilina del humo de las fábricas. La noche se apenumbra de pena no de las transparencias de la lluvia lunar. Lo bueno es que amanece temprano, a sus horas, y avisados estamos porque el reloj lo indica (los gallos agonizan en la aguja del alba).
Hemos reptado tanto por tus calles, ciudad, que nuestros miembros están en carne viva, respiramos ahogados por las llagas sangrantes, hablamos a través del dolor mismo...
¿Cómo hacer para erguirnos ya sin barro en el cuerpo y refundar las bases de la ciudad caída? ¿Con qué buena lejía limpiar el horizonte?
Vamos, olvidemos que existen las ofensas, pensemos que el torrente de bilis en usos de marea del trajín cotidiano es sólo el color sepia que sirve de trasfondo de un cuadro elemental: edificios risueños (en calles de aire limpio) contemplan una marcha de niños que sostienen en sus hombros fortísimos -de candor y de luz-, un sol capaz de reencauzar las aguas, de donde emergen nuevos: los mapas, las leyes de la tierra y las diversas formas de ejercer la ciudad.