Los días festivos, mi ciudad abandona su disfraz de babel cotidiana y rugiente, adquiriendo una fisonomía de silencios y calma que le devuelven, por unas horas, su aspecto amable y habitable. Como por encanto, cesan los estridentes gritos del caos y de las prisas. El silencio regresa a sus calles, a sus plazas, a sus parques, regalándonos rumores y sonidos habitualmente inaudibles, engullidos a diario por la vorágine, como un tributo, como un sacrificio al monstruo de la modernidad. Parece como si la muchedumbre que otros días navega presurosa por sus arterias repletas, se escondiese de pronto ante la falta de urgencias. Y es entonces cuando la soledad se hace compañía y una espesa costra tristeza lo envuelve todo. La ausencia de obstáculos permite la visión pormenorizada de detalles y rostros, imposibles de captar hace apenas unas horas. En ese caldo de cultivo, lánguido y melancólico, se mueven a sus anchas seres extraños que aparecen llamados a convertirse por un breve espacio de tiempo en los únicos pobladores del asfalto solitario. Mientras, en los despachos vacíos, los problemas y las ambiciones reposan hasta el nuevo pistoletazo de salida para la absurda carrera de los logros sin límite, duerme el saber en las aulas, y en los comercios, el fiel de la balanza permanece inmóvil. Y los mercaderes, los amantes, los niños que recuperan por fin al padre, los maridos que no aman a sus esposas, los obreros agotados, los desahuciados por la vida, los fracasados y los ricos indolentes, se encierran en sus casas, cediendo sus milímetros cuadrados de urbe a los que, osados, navegan sin rumbo ni destino por las desiertas avenidas. Y yo puedo contemplar, impunemente, como alguien hurga en las entrañas de las basuras, apoderándose de despojos inverosímiles en su inutilidad, como dos bocas que se desean se besan en la quietud de una esquina y como un anciano apura sus últimos días sentado en un banco marrón. Me apetece entrar en las iglesias a rezar oraciones mudas a dioses inexistentes, moriría por saber que misterio se esconde tras aquella ventana cerrada y anhelaría una lluvia fina que añadiese brillantes charoles al pavimento a la vez que escucho músicas nuevas en las ráfagas de brisa que acarician los árboles de los jardines que el otoño desnuda implacable. Una mujer joven lava su automóvil con paciencia exquisita, una jeringuilla en el suelo marca el territorio de la desesperación y, mientras, yo me hago mil preguntas que, mañana, inmerso de nuevo en el caos, no podré contestarme. Pero no deseo convertirme en uno de esos seres desconocidos y cierro tras de mí, cobardemente, la puerta que me aísla de la ciudad que amo y que he perdido para siempre. Y, al punto, me arrepiento de esa decisión infame y vuelvo a las aceras, intentando ponerles nombre a los fantasmas que vagan, dueños de ellas, en la fría tarde del domingo. Acaso sea yo mismo ese hombre que se afana en colocar los restos de una cuna sobre una motocicleta, en imposible equilibrio. O aquel otro que se burla de sus vanos intentos, mientras astilla cristales con un incierto futuro de reciclaje. Me materializo en todo lo inútil, lo abandonado, lo obsoleto, que se vuelve un tesoro para quien se sumerja en los receptáculos donde se expone la sucia fealdad del desecho. En las revistas viejas o en los periódicos que, con la actualidad caducada, amontonan sus eternas malas noticias en un hatillo que una pareja joven ha depositado junto a un gran cubo de color azul, alejándose después tomados por el talle para buscar, quizás, perspectivas más optimistas en los diarios de próximas semanas. Y canto en estúpida solidaridad el gol mercenario que me llega a través de la radio que un hombre sostiene en su mano mientras se cruza, alborozado, con dos jóvenes de color que le obsequian con el contraste blanco de sus sonrisas, sin comprender su alegría. Los estadios y los cines dividen, por unas horas, a multitudes poseídas por la algarabía o el silencio y los aprisionan en espacios concretos donde unos gritan la adrenalina contenida y otros se drogan con inalcanzables historias. Luego, los muchos que han permanecido en sus casas, todos, yo mismo, compartiremos la seguridad efímera de nuestro hormiguero cenando la cruel sopa de la monotonía, con el pensamiento puesto ya en la realidad inevitable del día siguiente.