A veces temo estar transformándome en Carrie. En alguna Carrie. La protagonista de esa canción blandengue de Europe, a la que le explican que las cosas cambian. O la que escribe boludeces que cotizan porque las escribe en Nueva York y se mete en la cama con el corpiño puesto porque va de nena sexy pero old-school. O la hija pequeña de la familia Ingalls, ingenua, mudita, poco asertiva, y encima destronada cuando aparece Grace. O la otra, la que se cree la reina de la fiesta hasta que le llueve un baldazo de sangre de cerdo.
Cualquiera de las opciones es penosa. No es que me sienta penosa. Bueno, tal vez un poco. Es que no sé qué pensar cuando acabo haciendo videochats conmigo misma: me grabo diciéndome enormidades que caducan a los veinte minutos. Eso es llevar al extremo la necesidad femenina de relatarnos en tiempo real. Porque no sólo hablo sola, sino que me contesto. Me digo cositas, me hablo como se le habla a un cachorro. Me repito lo que me dice la gente estos días. Después descubro que si sonrío con los auriculares puestos es como si ecualizara todo con más medios y me paso unos cuantos segundos jugando a la sonrisa sonora. ¿Ven que no necesito que nadie me regale droga?
Luego me meto en una página web de diseño horrible y busco el significado del nombre Carrie. Me entero de que significa melodía y también canción. Me hace feliz durante quince segundos. Luego leo que es un diminutivo de Carol, derivado de Charles, que significa hombruno. Me preocupo durante treinta y cinco segundos. Mi patetismo es tal que reacciono ante los datos de una página web de nombres para bebés como si de verdad estuviera bautizando a alguien importante en mi vida. En este caso a la persona en la que temo transformarme: una ingenua que se cree la más cool del condado, a la que la consuelan con palabras melosas, que escribe boludeces autorreferenciales para su columna mensual y que acabará por irse a la cama con el corpiño puesto.
Si vieran la prueba de cámara que me hice anoche. No la verán porque mi asesor de imagen no la aprobará jamás: salgo con el maquillaje corrido, la nariz roja y las palabras temblorosas, y con remera vieja de dormir (pero sin corpiño). Ensayo todo lo que tengo para decir y después me miro decirlo. Cuando más me gusto es cuando digo la verdad. Pero estos días la verdad sale muy cara. Se paga con zozobra cuando cae el sol.
Piensen en mí cuando caiga el sol estos días. Hagan una cadena de oración, una cadena humana. Escuchen Another one bites the dust y disfruten con el bajo como lo hacía yo cuando tenía seis años o siete y pedí que me compraran un disco por primera vez. No me hagan ir a la wikipedia a chequear si la hija menor de Charles Hombruno Ingalls se llamaba efectivamente Grace. Déjenme que confíe en mi memoria, déjenme confiar.
Hoy tengo en el cuerpo tanta dopamina, tanta cafeína y tanta azúcar que esta página se autodestruirá en cualquier momento. No me dará tiempo a despedirme ni a buscar una salida elegante.
Me pregunto si las chicas cool de este condado saben despedirse a tiempo con apretones de mano firme, o si prefieren huir de puro miedo a quedar desfiguradas. ¿Quedarse, tal vez? ¿Quedarse a ver cómo se les vuelan las chapas una a una? ¿Qué diría Carrie al respecto? ¿Miraría con ojos escandinavos al pelilargo que le canta esa balada de mierda y lo mandaría a freír abedules? ¿Saldría corriendo en puntitas de pie, con los metatarsos destruidos por su afición a los zapatos caros? ¿Huiría de la granja y de su padre y ya que estamos de todos los hombres con síndrome de Jesusito Salvatore? ¿Usaría su telekinesis para prenderles fuego a los galanes chamuyeros de este mundo?
Dénme telekinesis y un fósforo, háganme el favor.