Frankenstein llega tarde, se introduce la mano en el pecho y saca el corazón de la niña que recogía flores junto al lago.
Es la felicidad el pájaro que aplasta cuando cierra el puño, para que le filtre por los poros de la piel tanta dicha como pueda masticar alguien como él, que tiene el estómago de una vaca.
Las piernas que le amputan, le crecen en el cementerio. Es un optimista que siempre quiebra las rodillas empujando hacia delante.
Y al salir, plancha el traje y le cambia el hilo a las costuras que sujetan los trozos de su cuerpo. Cada cicatriz es como el largo teclado de un piano, aunque la música hace que le supuren las heridas más tiernas.
Frankenstein siempre llega tarde porque se entretiene mirando los escaparates. Le excita la rigidez de los maniquíes, esos abultados pechos de plástico debajo de la ropa, las piernas mutiladas exhibiendo medias y pantis, las cabezas alineadas en el estante de la sombrerería. No le gusta la frialdad de las mujeres que no admiten cambios, prefiere una mujer de piezas intercambiables. Es un sentimental que, cuando está triste, desayuna delante del escaparate de la ortopedia.
Tanta ternura parece impropia de alguien tan apasionado como él, que lleva cinco anillos de casado en cada mano. Aunque no sean suyas las diez esposas, las sigue amando porque lo que amputó, para ponérselos, fueron diez dedos corazón, cinco en cada mano, con alianzas que ahora le comprometen a él.
Y aunque las mujeres le piden que se aparte porque su traje huele mal, él muestra emocionado las lágrimas que sobre el traje se vertieron en el velatorio del cadáver al que se lo arrancaron.
-Era alguien muy querido y tantas lágrimas no deben borrarse jamás –les explica.
Frankenstein llega tarde, le atormenta el nombre tatuado en su brazo derecho, porque está amando a quien no conoce y no puede dejar de amarla porque lo lleva escrito. El amor es un extraño relojero que recoge piezas de la basura y las ordena para que todo funcione en hora.
Cuando tose, la tormenta azota el valle tenebroso de su pecho y los siniestros senderos de las arterias cortadas. El monstruo avanza por la oscuridad de sus propios pulmones y cuando llega muestra, con una sonrisa, los dientes amarillos por el tabaco. Pide un cigarrillo para que la niebla cubra el páramo de los bronquios, pero aguanta la tos porque espera un beso.
El monstruo está enamorado. Es práctico tener dos corazones, aunque aún es mejor tener tres. Si uno lo ocupa con el amor, el otro bombea la sangre y el tercero sufre todos los infartos. No importa cuantas veces muera de un ataque al corazón, porque lo lleva en el bolsillo y lo tira cuando se pudre.
Y tanto amor no es fingido. La columna de aldeanos que avanza con antorchas y ánimos encendidos, no basta para, a pesar de tanta llama, sentir más amor que el suyo. Que le prendan fuego le apasiona, le excita arder porque, al fin y al cabo, eso le recuerda que está enamorado. Quiere ser bombero porque tiene las tripas de goma, pero no sabe que eso no basta para los incendios de fuera de su cuerpo.
Frankenstein entra siempre con el pie derecho, mide sus pasos con cuidado; sin embargo, a veces, equivoca el orden de las extremidades al coserlas y cuando entra lo hace arañando el suelo con la mano izquierda.
Venera la electricidad como fuente de vida y siente cierto fetichismo erótico por los enchufes, impulso sexual del subconsciente por el que sigue terapia. No le asusta la muerte, aunque sí la descomposición de los cuerpos. Mira con ternura y piedad los despojos que tiramos, porque él cree en la resurrección; pero cuando abre un contenedor de basura se pregunta dónde está el alma de las criaturas, si en las palabras de las etiquetas o dentro de los botes de comida caducada.
En algún lugar del infarto, hay un mapa de venas rotas y músculos agarrotados en el corazón; pero, en el vientre de la bestia, aquel antiguo corazón infartado hace ahora las funciones rígidas de una próstata cancerígena. Por eso va mucho al baño, porque se le escapa la lluvia que rezuman sus huesos y el agua con que regaban las flores de su tumba.
Y tiene el hígado de un borracho con cirrosis, un hígado que segrega nostalgia para diluir el alimento con el amarillo de la melancolía.
Frankenstein es torpe cuando hace el amor, se desencaja y gime por el dolor. Tiene testículos de madera y el esperma de carcoma; sin embargo, le obsesiona el placer que no siente, por más que le duela. Cuando besa lo hace como si partiera el mundo en dos piezas que ya no encajan entre sí.
El monstruo se sienta a mi lado y bebe de mi vaso. Me pregunta cosas intrascendentes, charlamos un rato. En algún momento, me pongo a pensar que quiero irme porque se hace tarde. Entonces, cuando voy a despedirme, Frankenstein me pide que le preste mi sombra. Es cierto, él no tiene sombra. Creo que es la única diferencia entre los dos. A pesar de todo, no me fío. Una sombra no sirve para nada, le digo. De hecho, mi imagen no se refleja en el espejo. No insiste. Me ofrece, sin embargo, su reflejo por si quiero afeitarme. No me importa mirarme en un espejo, le advierto, pero eso ya da igual.
El monstruo muere para que yo sobreviva. Dejamos de ser dos personas diferentes. Yo lo he creado y le doy muerte. Tengo que irme, no hay espacio para los dos.
Tendrás que amarme como soy porque, aunque he intentado cambiar, no puedo crear para ti a nadie más.