Desde hace ya un tiempo, por la cuenta que nos trae, los españoles miramos de reojo a cuanto acontece en Grecia y también en Portugal, tratando de atisbar en dichos países cuál puede ser el escenario que aguarda a nuestro país en caso de que las cosas se tuerzan definitivamente. Sin embargo, mi intuición me dice que haríamos muy bien también en analizar cuanto ocurrió en Italia en los años noventa dado que la situación de España hoy ofrece muchos paralelismos con aquélla.
En los años noventa en Italia quebró el sistema de partidos que habían sostenido la democracia –siempre vigilada, a fin de evitar el acceso del poderoso Partido Comunista Italiano al poder- en aquel país desde el fin de la II Guerra Mundial. La corrupción acumulada por los pocos partidos que durante décadas se repartieron el poder -en especial la Democracia Cristiana, pero también el Partido Socialista- se hizo insoportable y amenazaba con derribar el edificio entero. Al fenómeno se lo denominó tangentopolis (las tangentes eran las comisiones que se pagaban a los partidos por cualquier contrato que desde cualquier ámbito de gobierno se concedía al sector privado y cuyo destino se perdía de inmediato).
Lo que destapó el entramado fue la acción de la justicia italiana que, pese a las presiones, demostró un alto grado de independencia. Su campaña para desenmascarar la corrupción fue denominada: mani pulite (manos limpias). El fenómeno acabó con el derrumbe de la sempiterna Democracia Cristiana Italiana y del Partido Socialista –su líder, Bettino Craxi, acabaría exiliado en el Túnez del dictador Ben Ali, recientemente huido de su país, hasta antes de ayer miembro destacado, al igual que Craxi, de la Internacional Socialista-.
El descrédito acumulado por la tradicional clase política italiana abrió el paso a los advenedizos y de entre ellos surgió la figura de Silvio Berlusconi –íntimo, por cierto, de Bettino Craxi a cuya sombra habían prosperado sus negocios- al frente de su nuevo partido, Forza Italia, que a la postre serviría de banderín de enganche para amplios sectores de la población italiana. Lo que vino después ya lo sabemos pues ha sido portada de periódicos hasta hace muy poco tiempo.
En mi opinión, la partitocracia española, en acelerado proceso de bunkerización a fin de contener de puertas afuera la inmensa corrupción que anida en su seno, amenaza derrumbe. Pensemos que la democracia italiana es treinta años más vieja que la española –ambos países emergían del fascismo-, por ello nos llevan un poco de ventaja en eso de triturar sistemas democráticos. La clave, ahora, en España está en la judicatura. Si se investiga a fondo y se abre la caja de los truenos, la partitocracia española se hundirá. El problema es que sostener como sea un sistema podrido es una alternativa aún peor. La regeneración no es posible, ni creíble, por parte de los mismos que están pringados hasta las cejas y resulta muy difícil renunciar a unas formas de hacer fraudulentas que tantos beneficios les han reportado.
Las sociedades de los países del sur de Europa deberían plantarse de una vez frente al espejo y cuestionarse a fondo, sin trampas, sin atajos, sin excusas, cuáles pueden ser las razones que parecen inhabilitarles para la práctica democrática, para el sostenimiento de un estado de derecho relativamente sano, para evitar subvertir las prácticas democráticas siempre en el beneficio de unos pocos. ¿Por qué nos dotamos de un sistema formalmente beneficioso que sin embargo acto seguido nos apresuramos a vacíar de contenido hasta dejarlo en una mera caracasa sin sustancia a la que encima se pretende que sigamos rindiendo culto como si estuviera llena de contenido?
Es muy posible, por tanto, que en España –como ya se advierte desde muchos medios- también quede pronto expedito el camino a los populistas y salvapatrias. El riesgo es evidente y las alarmas parecen a punto de saltar, tan solo falta la chispa. En tal caso me pregunto cómo sería el Berlusconi español y, francamente, da miedo. Yo, a bote pronto, me lo imagino así como una mezcla entre Jesús Gil, Mario Conde, Esperanza Aguirre y José Bono. Para echarse a temblar, ¿no? Si al menos se tratara solo de un cuento de terror pero no, parece que esta vez va en serio... ¿O estamos aún a tiempo de evitarlo?