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ISSN 1989-4163

NUMERO 40 - FEBRERO 2013

Cantos de Luna Vieja (I)

Edgard Cardoza

I

Perseguido
por los hijos de mi madre terrena
(aquellos hermanos ciegos
que defendían por hambre el cadalso de su propio verdugo)
me vi de pronto a los veinte años
en la entraña misma de la ballena de Jonás.

México DF
se abría ante mi asombro de joven provinciano
con sus enormes fauces
de colmillos como torres aceradas:
intimidantes,
de aspecto implacable
para quien sólo ha visto espesura vegetal,
cabañas que emergen de los ríos,
iguanas reposando su sol y edad
en el tronco de los ciruelos.

Aquí la fauna son metales rodantes
de colores y vértigos extraños
perdiéndose por largas avenidas que supuran cochambre.
La flora es de bellísima piedra tallada en gloria:
no hay ojo humano que logre acapararla
por más días y días dedicados a la contemplación de lo perfecto.
   
Para mí,
joven provinciano de país bananero
–llegado apenas a ésta tierra del pájaroserpiente–
el DF es un mundo exorbitante que mi imaginación no había previsto.

 

II

Desde el aguerrido y antiguo reino del cacique Diriangén,
el del penacho florido
y collares de cuentas amarillas emergidas de la lengua del sol.

Desde el cubil de la Mocuana,
hembra-demonio dedicada a desvirgar mancebos
tras el previo convite de una jícara de aguardiente de maíz.

O Mejor,
desde el más que imposible
(según los entendidos)
lago de tiburones de agua dulce
que bajan del océano por el río San Juan
fundando breves islas a su paso.

O aún mejor, desde la fumarola
–suspendida en el viento hace ya muchos siglos—
del telúrico abuelo, Momotombo.

Desde el cuartel central del Nica de Niquinohomo
en las Segovias,
quien en las navidades adornaba los pinos de su amada montaña
de una forma muy original:
en vez de esferas rojas
colgaba rubias cabezas de gringo invasor.

Desde el manuscrito de la novela nunca finalizada por Darío
(se llamaría La Carne, según el testimonio de Valera),
me presento ante ustedes,
señoras y señores de la bella Tenochtitlan,
con mi obsequiosa carga de imágenes del agua.

 

III

La sombra del abuelo tan querido,
Telésforo el invicto,
aún sigue en permanente vigilia de mis actos:
muchacho, eso no, piensa primero.

Ah, Telésforo, pie plano, paso de cusuco,
lengua de no saber lo que decías.
Telésforo, el criador de conejos
a quien le repugnaba su propia mercancía.
Telésforo el que ademaba pozos
sobre el venero justo del Río Viejo,
pues decía
que el líquido elemento se escondía y brotaba,
brotaba y se escondía,
sólo para buscar sus manos
y nombrarlo
ejemplar gambusino de las aguas.

Abuelo,
a casi cuarenta años de tu muerte,
estoy apenas comenzando a entender tus palabras,
quizá porque mi edad va rumbo a la que tú tenías
cuando me hablabas en ese argot tan raro:
muchacho, eso no, piensa primero.

 

IV

¡Y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!
Rubén Darío

Si se me preguntara de que lugar procedo,
contestaría tímido que aún lo estoy averiguando:
es misión del poeta rebasar las fronteras de la propia familia
e ir en busca de signos a otros territorios
para explicar a todos el río que hemos sido,
la roca palpitante que podríamos ser.

De tal forma
que soy el mensajero de un nebuloso ombligo
que se ha ido templando a golpe de caminos.
No sé si soy de allá,
donde he dejado hermanos que ya ni me conocen;
o de aquí,
con hijos a quienes no interesa el flujo de mi sangre
(y jocundos amigos
que olvidan mis facciones después de la parranda).

Seguramente soy
de la república del verbo
–los recuerdos que brotan son de aguas aún no vistas–,
conflüencia de éxodos,
diluvios y babeles:
país de profecías que mana leche y miel.

El lenguaje
es desde hace cuarenta años mi única familia.

 

V

El pueblo de mi infancia
es simple como canción de cuna.

Sus calles no caminan,
vuelan
en rondas ensoñadas
que siempre desembocan en el mismo lugar:
la placita de tierra
que preside un matapalo centenario,
con su cancha multiusos a un costado
y el templo vigilante allá a lo lejos.
  
La mañana despierta con el sol en la frente
y va veteando de árboles el día,
pues mi pueblo es mañana a todas horas.

Y la tarde se asoma
sólo para cumplir el rito acostumbrado.
Y la noche es un sol
de tanta luna
(aún cuando se esconda:
reverbera por siempre en la pupila).

A estas horas
mi madre ya está tejiendo sombras,
pero cierro los ojos y allí sigue
sobre su mecedora,
con su voz de falsete
arrullando el desfile de días prometéicos
del pueblo de mi infancia. 

Cantos de luna vieja

 

 

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