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ISSN 1989-4163

NUMERO 69 - ENERO 2016

La Cajita Feliz

Sergio Manganelli

 

        A la memoria de Dante Pistoia,
un buen tipo que se nos fue hacia la luz
por uno de esos atajos caprichosos de la vida.

     

Un día cualquiera, cuando menos se piensa, Casiopea se nos va de la vista y comprendemos de golpe que la vida es lo único vitalicio. Esperamos que el árbitro conceda algún tiempo adicionado, o que el destino nos libre un giro en descubierto, al menos de unas horas, para poder dejar nuestras cuentas en orden. No las formales, las sumas y las restas, la multiplicación de frases nunca dichas, o la división de los bienes tangibles. Digo las otras. Los débitos de la satisfacción. Nuestro saldo de instantes que nos siguen. Los guarismos pendientes de la duda. Lo cierto es que no siempre queda tiempo. Por ello, sería oportuno repasar cada tanto el equipaje.

En primer lugar, es menester despojarnos de aquello que nos pesa. La levedad del viaje exige poco lastre. Dejar en tierra los arcones de miedos. Las madejas de culpas infundadas. El ancla ineludible de los desamores. Y ordenar sin exceso de prolijidad lo que palpita, aquello que nos sirve, que nos hace disfrutar de la estadía. Con la sola previsión de no olvidarnos nada. El orden de inventario no debe respetar ninguna forma razonable. No hay restricciones aduaneras, por tanto, todo se permite, incluso aquellas cosas alejadas de la moral terrestre y las buenas costumbres ciudadanas.

Se admiten puestas de sol sobre cualquier lugar del Río de la Plata. Fotografías que nos muestren tal cual fuimos. Aromas de comida en las ventanas. Instantes de victoria. Las primeras preguntas debajo de la ropa. Las ropas del inicio deslizadas a primera vista. Poemas esenciales. Cuadernos de primer grado. Albumes de figuritas. Discos de vinilo. Sabor de primer beso, inaugural o el último. El gol de Maradona a los ingleses.  La mirada furtiva que se perdió en el subte.

El mate amargo desde manos dulces. Los labios dulces en la hora amarga. Las calles de la infancia, empedradas de enigmas y pochoclo. El olor a frutales de su cuerpo. El vaho del café, sobre la barra helada del invierno.

El regreso sangrado a ese pobre país llamado democracia. El llanto de los pibes cuando nacen. La piña justiciera. Los ojos verdes, azules o castaños, o negros, o a duras penas vislumbrados. Los amores fugaces que perduran por siempre. Los eternos amores que duran lo que un turno de hotel. La ceremonia al fuego del asado. El olor a jazmines en la ventana que te enciende la luz. El galope en la arena mordido por las olas. La frase que culmina el libro y la ávida fogata. Los reencuentros. Los diez centavos de caramelos. La orden de extradición  a Pinochet. Sombra de los sauces. La siesta del domingo. La sonrisa a quemarropa. Los juegos previos. La alquimia del amor, sus polvos mágicos. El beaujolais de a sorbos. El golpe de la lluvia en las ventanas. El pitazo de marcha del tren que nos vuelve a lo nuestro. Medialunas calientes. Fuegos azules de los campamentos.

El timbre de recreo. Los primeros pasos del hijo que se atreve al mundo. El “Himno a la Alegría”. La bolita lechera ganada mano a mano. La boya que se hunde con el pique. El temblor en la voz del águila guerrera, que audaz se eleva desde el llano, en un vuelo que ojalá sea triunfal. El cuatro en el examen. La humedad tibia de la palma de su mano. El baldío de enfrente, cuartel general de la inocencia. Agua de naranjales hecha brisa. El poema 15 de Neruda como antesala de su dormitorio. La luz de un bandoneón, exaltado de gloria suburbana. Los soldaditos que no matan a nadie, en batallas donde todo es honor, valor, justicia.

Y una lista imperfecta y enorme, que debiéramos haber guardado en una cesta, a temperatura ambiente, lejos del tizne y de la amnesia.

Cada uno sentirá lo que le falta, cada cual sabrá lo que le abunda. Pero a decir verdad, esta no debe ser tarea de notarios, metódica, eficaz, indubitada. Es apenas un recuento sensible de las horas, una búsqueda de aquello que olvidamos, una expresión de deseos que aún perduran.

Bueno sería al fin ganarnos la confianza de nuestro propio corazón, y así, café por medio, decirle cara a cara sus aciertos, alentarlo a seguir, en la cornisa.

Hagamos finalmente una nómina de aquello que no llega –y que quizás no llegue- pero sin apatía, sin esa forma de domarse el alma que es la resignación, y dejemos que la magia haga de las suyas. Mientras nosotros hacemos de las nuestras, hasta el último día.

Puede que una mañana, hallemos con sorpresa que Melchor, Gaspar y Baltasar en verdad existían, y que nos han dejado todos nuestros anhelos, en los zapatos que ya no volveremos a ponernos.

 

 

La cajita feliz

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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