A Tamara de Lempicka se la conoce sobre todo por su estética art decó y por haber sido una aristócrata cultivadora del lujo y del esnobismo, que por supuesto jamás se apeó de su condición de amante de la belleza, incluida su adoración por el topacio que le regaló D’Annunzio y lucía siempre en la mano izquierda. Pero es sobre todo una de las artistas que en el siglo XX contribuyó a modelar la imagen de la mujer moderna, casi siempre retratada con la melena cortada a la altura del mentón y en su caso vestida de raso, luciendo atuendo de esquí, conduciendo un Bugatti o como Dios la trajo al mundo, pues algunas de sus obras más significativas son precisamente desnudos.
De ese amplio abanico de emblemas de la mujer moderna, que la llamada baronesa del pincel inmortalizó en sus telas, y de otras piezas más desconocidas, como su primer dibujo (una bella rosa pintada allá por 1914, cuando aún no firmaba con el nombre que le daría la fama), da cuenta la exposición que puede verse ahora en Verona, la ciudad de Romeo y Julieta, después de haberse paseado por Turín, y que es tan atractiva y sugerente que estaría muy bien que recalara aquí.
Una muestra en la que se intercalan con gran habilidad obras ajenas a modo de acompañamiento y que nos dan la temperatura del tiempo en que vivió, como las fotografías parisinas del húngaro André Kertész, destinadas a recordarnos la querencia de Lempicka por las nocturnas orillas del Sena, donde a veces acababa las veladas algo más que achispada, pues es conocida sobre todo por haber animado con sus grandes fiestas el ya bastante animado París de entreguerras. O bien la escogida muestra de vestidos, zapatos y tocados de la época, que nos trasladan a esos años en los que sí existía realmente el glamur.
Tenemos también la oportunidad de verla a ella misma fotografiada con algunos de los famosos que trató, incluido cómo no Salvador Dalí. Y para rematar la ambientación, recorremos las salas escuchando la música que ella también escuchaba, de Chopin a Madame Butterfly, aunque tampoco Cole Porter está ausente. Una exposición, esta, que es un viaje por sus diferentes etapas y temáticas, por lo que podemos atribuirle un cierto carácter retrospectivo.
Incluye como no podía ser de otro modo algunas de sus piezas más archiconocidas, como “Retrato de Madame Perrot” (Ida Perrot fue su amante largos años), “Muchacha en verde” o esa joyita que es “La bufanda azul”. Recordar que el azul bellini que ella tomó de sus amadas pinturas venecianas pasaría ser conocido como “azul Tamara”. Se trata de piezas que son un canto a la mujer en todo su esplendor y que vale la pena contemplar como una apuesta consciente y no sólo como cuadros pintados con trazo más que vigoroso (en un pequeño vídeo la vemos pintando a una modelo bellísima y sus gestos no tienen nada que envidiar a los del brioso Picasso en sus mejores tiempos).
Cuadros pintados en Europa en los que acaso fueron los años en los que eclosionó su talento, aunque al igual que la revolución bolchevique la expulsó hacia Francia, la Segunda Guerra Mundial la llevó como a tantos a cruzar el océano e instalarse en Estados Unidos, donde siguió pintando. Artista valiente y desacomplejada, mencionaba antes su afición a pintar desnudos, algunos de los cuales fueron muy polémicos, sobre todo los que mostraban parejas en actitud sáfica. Brillante idea ha sido cotejarlos con las fotografías, que podemos ahora también disfrutar en el Centre Pompidou de Málaga dentro de la colectiva “Son modernas, son fotógrafas”.
En su tiempo hubo quien admiró y quien despreció a Tamara de Lempicka, siendo una de estas últimas Peggy Guggenheim. Gustos aparte, ha quedado como una fervorosa admiradora del cuerpo femenino y una aún mejor defensora de la mujer como gran emisora de dinamismo, energía y pasión.