Autor: Juan Carlos Onetti. 1950. Editorial Edhasa (2006). 428 páginas.
ONETTI DESLEÍDO o LA VIDA BREVE: INSTRUCCIONES DE USO
(La vida breve, Juan Carlos Onetti, Barcelona, Edhasa/Sudamericana, 1980.)
…O CÓMO SE HACE UNA NOVELA
“Onetti le escupe a la Muerte en un cuartucho de Madrid.”
José Mª Álvarez, “Signifying nothing”
En La vida breve (1950) —que bien pudiera subtitularse “Manual de instrucciones para escribir una novela”— Juan Carlos Onetti relata, de forma metaliteraria, en vivo y en directo, y a la manera cervantina, la metamorfosis de un personaje real —Juan María Brausen—, por medio del impostor real/imaginario Juan María Arce, en el imaginario doctor Díaz Grey; o, más concretamente: Juan C. Onetti relata, desde el punto de vista autobiográfico, al desengañado —del trabajo y del amor— Juan M. Brausen, mientras ejerce, bajo pseudónimo —Juan María Arce—, de macró de su vecina Queca, y se crea una identidad ficticia —el doctor Díaz Grey— en la ciudad imaginaria de Santa María;
avatares que bien pudieran representarse mediante la alegoría entomológica del gusano dentro de un capullo de seda que, tras superar su fase de crisálida, se tornara mariposa.
DEL GÉNESIS A LA GENÉTICA TEXTUAL o LOS A/DIOSES
“Esas declaraciones quieren insinuar un dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin —o mejor, el Sinfín— del Tiempo, o en forma cíclica.”
Jorge Luis Borges, “El acercamiento de Almotásim”
Y tras ese Génesis en que Brausen, como un dios padre —“El poeta es un pequeño dios”, había escrito Huidobro a comienzos del XX— crea su Edén en la “Tierra Virgen” de “Santa María” y la puebla, con su “sacralidad” característica, con Adán y Eva —vale decir Díaz Grey y Elena Sala—, a imagen y semejanza de sus miserias y sus fantasías y una vez que su degradación lo empuja a trascender por medio del homicidio y la ficción, su creatura, como un antihéroe existencialista, recreará a su dios pantocrátor —«[…] llegaba a intuir mi existencia, a murmurar “Brausen mío” con fastidio; seleccionaba las desapasionadas preguntas que habría de plantearme si llegara a encontrarme un día. Acaso sospechara que yo lo estaba viendo» (p. 146)—, haciendo consciente a Brausen de ser, al tiempo, creatura suya a lo divino—“[…] tocar y ver en este cíclico, disponible principio del mundo hasta sentirme una, esta, incomprensible y no significante manifestación de la vida, capricho engendrado por un capricho, tímido inventor de un Brausen, manipulador de la inmortalidad” (p. 149)—, un dios descreído de su creación y suspendido a divinis —“Puedo, sí, entrar en muchos juegos, casi convencerme, jugar para los demás la farsa de Brausen con fe. Cualquier pasión o fe sirven a la felicidad en la medida en que son capaces de distraernos, en la medida de la inconsciencia que puedan darnos” (p. 182)—, hijo de un dios menor y desconocido —Hijo del Hombre—, confundidos ambos, en un género novelesco tan sui generis como un mundo imposible de Escher, en un ir y venir por la doble helicoidal del genoma, en ese palimpsesto de las sucesivas reencarn(iz)aciones del Dios primigenio, de replicantes, fotocopias borrosas o fotografías veladas de la Luz primordial que dan una visión degradada de la creación, la grotesca parodia contemporánea del Gran Hacedor. Acaso, también, porque el génesis, como la Historia del Hombre, “se produce primero como tragedia y luego como farsa”.
TEO(A)GONÍA o LA SAGA FUGA DE J. C.
Y, en esa partenogénesis de sucesivas creaciones de creadores, el Juan Carlos Onetti empírico recrea en la novela otro desdoblamiento homónimo —icono del Pantocrátor, emoticono del dios—, en la figura de (J. C.) Onetti, compañero de oficina de Brausen —“[…] a la espera del momento en que el hombre que me había alquilado la mitad de la oficina -se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos- se abandonara […] Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa” (p. 198)—, retrato del alter ego del novelista real —hijo del dios grotesco hecho a la imagen del Hombre y cuyo perspectivismo se proyecta en el lector, multiplicando esa misma cadena de deus ex machina versus pandemónium, en otro hijo de un dios menor que dará la vida a los personajes en el acto fundacional de la lectura.
Y todos ellos bajo el denominador común del donjuanismo misógino —“el infierno (tan temido) son las otras”, habría dicho Sartre en Santa María— de J.C. (Juan Carlos) —o, mejor, del juanichismo (Juanicho), del proxenetismo de Larsen JuntaCadáveres y los sepulcros blanqueados del burdel sanmariano de ese Abbadón el Exterminador—.
DE SANTA MARÍA AL CIELO MÁS TEMIDO, IDAS Y VENIDAS
SANTA MARÍA REVISITADA
“Hay muchos mundos, pero están en el Este”, habría dicho tal vez Paul Éluard en el caso de haber vivido en la república oriental del Uruguay, sobre Santa María, ciudad del litoral del Paraná. Y es que, una vez creado el asentamiento, allá busca refugio Brausen —“[…] establecí el tiempo y el rodeo necesarios para llegar a Santa María a través de lugares aislados, poblachos y caminos de tierra, donde sería imposible que nos cayera en las manos un diario de Buenos Aires” (p. 276)—, engreydo cómplice, para Ernesto el asesino de la Queca —«Ahí está, perdido, existiendo sólo en el miedo; obligado primero a matar por mí, ahora atrapado en el hueco que dejó al desaparecer la vida de un médico de provincia, inventada por mí; ahora descubre la historia que adjudiqué a Díaz Grey, piensa los pensamientos desalentados que yo le hice pensar”» (p. 289)—, Al “este del Edén”, en una fuga de Buenos Aires a Santa María —de la ficción real a una ficción imaginaria— que tiene su contrafuga —en dirección contraria, en sentido inverso (en su doble sentido) de Santa María a la revisitada Ciudad de Santa María del Buen Aire —“¿Qué está pensando, doctor? Toda la noche miró al pibe sin abrir la boca. ¿Cree que yo lo convencí para que venga a Buenos Aires? No me conoce; soy mujer y no hago más que pensar en la madre. Sin contar la responsabilidad, para Junta y para mí” (p. 288)—, que superponen sendos carriles de esa autopista del sur, sendas bandas —occidental y oriental— del Río (de la Plata) de la Vida —“mundo imposible este, señores”, habría dicho ashá Félix Grande—, en esta banda de Möebius, tal como lo hacía, en sus idas y venidas de Buenos Aires a la estancia —espacio-temporal— de “La Novela”, con ida y vuelta de la ficción más real a la imaginaria, aquella tropilla de personajes de El Museo de la Novela de la Eterna (Primera novela buena) (1967) de Macedonio Fernández.