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ISSN 1989-4163

NUMERO 69 - ENERO 2016

Friends Again

Julio Soler

 

     

Cuando su padre hacía ya tiempo que se había marchado para siempre y le había dejado en herencia una hacienda en la campiña en una zona a convenir, su cuerpo envuelto en su intachable figura de haber llorado durante toda la noche, se agitó magistralmente porque había sonado el timbre, un timbre barítono, de los de antes. Y rápidamente, en ágiles movimientos espirales, corrió hacia las rodillas de aquel fugaz personaje. Todos fuimos testigos y ella seguía sin asustarse de aquel turbante y aquella peluca pelirroja. Es más, se reía a carcajadas.

-Os digo que estos mercaderes han de ser bien recibidos. Amarlos sobre unas cuantas cosas o en su defecto ser aficionado a ellos. 

Teníamos hoy motivos para reflexionar, sin la vergüenza de otros días. Hoy éramos todos amigos.

Era una reunión muy favorecida, porque la anfitriona era Louise y bien sabía ella donde tenía que colocar las perchas de cada cual. Y es que verdad, éramos todos amigos y corríamos las cortinas de los ventanales siempre a medias. Qué bien. La amistad.

Recorridos los dos últimos tomos de una colección titulada Armas blancas: una manera de amar profundamente, el mercader de peluca y turbante, ensayó una sonrisa amateur y fascinado se despidió canturreando aquella canción sobre los páramos y no sé que más. Total, que nos quedamos nosotros quince. Y fuimos notificados de que nuestro equipaje había sido ya diligentemente facturado a nuestras habitaciones. A continuación nos intercambiamos los regalos.

Pasaron dos minutos y repentinamente no pasó nada. Tuvo que pasar un cuarto de hora para que de forma brutal, me encogiera de hombros, bostezara y hablara de mí y de que jamás lo hubiera creído y que era bonito estar allí y sobre todo organizados.

Todos habíamos llegado hacía unas horas, a la vez, por la misma puerta, con el mismo paso cambiado y con los mismos ojos que tanto habían visto. Y entonces Louise se hizo fuerte en los más hondo y abisal del mueble bar y recurrió al empadronamiento para servir las copas. Ella era así. Menos cuando subía escaleras, ella era así. Por lo tanto, el diálogo con el bendito alcohol, se esparció vaporosamente por aquella casa en aquella reunión. Y hablamos, callamos, rezamos, bebimos, susurramos, descolgamos el teléfono, mentimos y nos estiramos. Algún amigo planteó la idea de que nos acariciáramos pero le dio pena decirlo antes de que nos vistiéramos.
Ralph, el más amigo de todos, se despistó y se fue a la cocina con Charlotte, a por unas servilletas de papel. Cuando más tarde volvieron con unos posavasos de actores de musicales, comprendimos que en realidad habían ido a sustraer lo verde de los chopos. Una nueva ronda.

Al octavo día amaneció. Louise después de haber acabado de enganchar los vagones de su trenecillo eléctrico, preparó el desayuno. Papaya, tostadas, zumo de naranja y pomelo, nueces con membrillo y un poco de té y con leche de café de no-muy-caliente-pero-templado. Yo me acordé del Hotel Niko de Dusseldorf, pero inmediatamente pensé que era un imbécil por acordarme y guardé silencio. Seguí dando tajos a la papaya, con lo que me vino a la memoria el buffet del Holiday Inn de Isla Verde en Puerto Rico, con lo cual no me quedó más remedio que amputarme el dedo meñique. Purificación.

Aquel octavo día habíamos decidido salir a hacer una excursión por los bancales. Ya dije antes que estábamos muy organizados. Las mujeres, bellísimamente naturales, salieron en el primer turno. Los hombres íntegramente depredadores, lo hicimos en el segundo. Pero como el guía acabó extraviándose pues nos juntamos todos en los surcos hechos para las tomateras.

Yo ya me había enamorado de Louise y ella de mí. Le regalé el primer tomate y me besó. Le regalé el segundo y tuvo que pensárselo.

Charlotte y Pepe se fueron a hurtadillas para sustraer lo verde de los chopos y de paso coger cerezas. Pero como era imposible que hubiera cerezas maduras en aquella época volvieron más tarde. Lógico.

Reunidos los quince de nuevo, extendimos el mantel de príncipe de Gales sobre el césped adyacente a uno de los bancales y dispusimos las cestas en forma de trébol de cuatro hojas.

-Mi padre, de pequeño, tuvo una granja y le chillaba a los árboles barbaridades. Decía que así crecerían a lo ancho y le taparían la carretera; no entendía eso de la curvas- oró Sara.

-Acércate, Edna, para que las hormigas carnívoras se den por aludidas- esto lo dije yo.

Y Edna se me acercó. Y Charlotte se escoró con premeditado error de marcación hacia babor, y allí en ese punto, Tommy siguió igual que estaba. Los chopos continuaban erguidos.

Devoramos de nuestros emparedados y otras viandas durante horas alternas hasta que el crepúsculo convirtió en perecedero nuestro improvisado pic-nic. Edna, entonces se quitó esa especie de babero que llevaba y dijo que quería sentir el vértigo de desnudarse ante aquella orgía hipnotizadora de legumbres y hortalizas. Y es que ella fue una hippy bastante resuelta y ahora insistía en decir que quería devolver la higiene a los poros de su cuerpo, restregándose desnuda con las pulpas de los boquiabiertos tomates. La lapidamos cadenciosamente con pieles de naranja todavía verdes y quedamos catorce.

-¡Dios, Dios Omnipotente, Cegador y Todopoderoso! Somos pares ahora, somos pares. Seremos pues honrados y regresaremos a la casa. La excursión queda clausurada- exclamó Charlotte con los dedos separados.

De regreso el fresco viento zigzagueaba entre los árboles, como esquivándonos. Mi corazón palpitaba como si todavía pudiera amar y era cierto. Pensaba en aquellos viejos vigentes textos literarios románticos en los que el clima influía decididamente en el ánimo del protagonista y viceversa. Me encontraba ahora, quizás triste pero esperanzado. El camino de tierra había dado paso ya al empedrado que buscaba la puerta principal. Había anochecido y pensé que quizás había hecho bien en dejarme la cesta en aquel bancal. Yo he sido a lo mejor casi siempre a veces decidido y reconocía que tal vez en esta ocasión había estado certero en aceptar la invitación de Louise, la bella y rica, si no riquísima Louise.

Al cruzar el umbral de la puerta nos despedimos con un rural abrazo todos, y nos subimos a las habitaciones a tomar un baño y cambiarnos. A las nueve y media sería la cena. Antes de dirigirme a mi habitación pasé por la biblioteca y recogí el atlas que acostumbro a llevarme a la bañera. En un rincón del pasillo y bajo una reproducción del Buey desollado de Rembrandt, pude ver a Mario y Charlotte sustrayendo el frondoso verde de los chopos, a grito pelado totalmente.

No hay nada como lavarse. La seguridad de pasear con el albornoz por el cuarto de baño, a la espera o al acecho del desbordamiento del agua. Y mientras  lujuriosos cerramos tardíamente los grifos, entornamos los ojos y nos imaginamos la última vez que inundamos nuestra casa. Es bueno tener amigos.

Después de haberme secado sin compás alguno y de forma totalmente aleatoria, me coloqué de nuevo el albornoz y di los nueve pasos reglamentarios sin barrera hasta llegar al ropero. Como era de esperar lo abrí. Mis corbatas, mis chaquetas, mis camisas y mis pantalones. También mis cinturones, mis zapatos y mis chalecos. Suspiré y me vestí. Nada especial, excepto la corbata de cactus, guitarras y jarrones que me compré en San Marino. Debidamente acicalado y peinado también por detrás, no como otros en películas que yo me sé, salí hacía el corredor dispuesto para la cena y ganarla. Estaba como alegre y brincaba y silbaba, golpeando con los nudillos las puertas de las habitaciones de mis amigos. Sentía un gran no sé que, ganas de aprender idiomas, especialmente portugués, de abrazar a todo el mundo y comunicarle a todo el mundo que ya no había tercer mundo por que habían comprendido que el tiempo lo curaba todo. Realmente estaba exultante, esperanzado de verdad. Por toda la casa sonaba Long Hot Summer y me di cuenta de que había llegado a la escalera. Al bajar, me crucé con Louise, pero ella no era la misma hasta que no subiera todos los peldaños. Fijó sus ojos en sus manos deslizándose por la barandilla y ni siquiera me saludó. Era la otra Louise, la Louise de subir escaleras.

El comedor estaba vacío, solo platos, copas y cubiertos cumplían con el expediente, por lo que decidí dar una vuelta por el jardín a tomar el fresco. Era una noche de marzo, casi abril feroz. Todavía me duraba la resaca de mi felicidad de después del baño y por inercia sonreía a los setos podados en forma de interrogación. Me senté en el banco de piedra y guardé el mechero. Encendí un cigarro. Estaba solo y la dirección de la frescachona brisa devolvió mi mirada hacia la casa. Había un silencio agotador pero llevadero. Tres caladas y el cigarro contra la hierba bajo el tablón de: SE BUSCA. Un poco más lejos pude vislumbrar a Sandra y Katiuska descalzas sobre el empedrado. ¡Eran tan ligeras! Hacían círculos concéntricos con sus brazos y manos mientras tarareaban aquella canción sobre los páramos y no sé qué. Pero rápidamente se calzaron, conscientes de que podían correr la misma suerte que Edna.

-¿Qué, meditando?- me dijo disimuladamente Katiuska-. ¡En mayo todo se sabrá!
 
 Entonces tomé el fresco de una vez por todas y lo sujeté fuertemente en mi cerrado y tenso puño.

-Pues sí. Me planteaba unas cuantas preguntas de estas del millón, pero da igual, supongo que tendré tiempo mañana cuando me traigan la pizarra y la tiza. Es un método más preciso.

Respiré y me di cuenta qué esbeltas y hermosas eran aquellas mujeres. Atractivas y exquisitamente distantes. Aliviado, abrí el puño y di rienda suelta al fresco para que siguiera su rutinario curso.

Melquiades y Rudy, entonces salieron a buscarnos para entrar en el comedor.

-¡Oíd, que la cena está servida! Y creo que después jugaremos un rato - nos avisó Rudy, asido fuertemente del brazo de Melquiades.

Me compuse la corbata, me desabroché el séptimo botón de la camisa y con las manos en los bolsillos, me encamine hacia la casa. Sandra y Katiuska me seguían los pasos. Melquiades y Rudy, no.

Allí, en el comedor, en el centro de la mesa, Louise permanecía de pie, sólida, imprescindiblemente inmóvil, frente a su desolada copa, frente a todas nuestras desoladas copas. Poco a poco, estratégicamente, nos fuimos ubicando en nuestras respectivas sillas. Mientras, Louise, continuaba atrincherada en su impasibilidad, como si fuera la Louise de subir escaleras. Blanche fue la última por fin en sentarse y entonces la divina anfitriona:

-Hoy es la octava noche. Y os juro que os contemplo a todos. Elegantes. Irreprochables. Y me doy cuenta de lo importante que es cenar. De lo importante que es la grata compañía representada en todos vosotros. Nuestra amistad. Nuestra complicidad y entre dientes pasarnos el pan por debajo de la mesa... Bueno eso era todo. Quería que lo supierais ¡Ah, y olvidaros de aquello de los náufragos de la calle de la Providencia! Yo sé porque lo digo.

El aplauso cálido y sincero, recorrió la estancia, la lámpara, los muebles y por una ranura de la pared se esparció por los confines de la Tierra.

Durante la cena, creo que permanecí en silencio, y sin esperar al día siguiente me pregunté si habría un tesoro merodeando mi vida y en caso de que lo hubiera, ¿en qué consistiría?  ¿valdría la pena encontrar el mapa? A mi me gustaban todas aquellas mujeres, eso quedaba fuera de toda duda. Pero le daba vueltas a aquello de nuestra amistad, mientras troceaba mi parte del pastel de arándanos fieros. Me apoderé de la idea de que una espectacular tormenta nos sobreviniera. Que nos quedáramos a oscuras, que jugáramos  entonces a buscar velas, linternas, candelabros, cualquier cosa que nos iluminara. Que en el transcurso del maravilloso juego tropezáramos unos gracias a otros y con la falsa voz que siempre hemos querido tener dijéramos:

-Disculpa, esto es cosa de la Organización.

Pero no. Aquella octava noche jugamos a lo de siempre y ganaron los de siempre. Solamente Charlotte y yo nos fuimos a perder un poco sustrayendo el verde de los chopos. No sabía ni hacer trampas. Esta vez sonaba Thorn of Crowns, y aunque quise silbar y brincar, no cogí el ritmo a tiempo y me desmayé encima de la mesa. Disgustado para mis adentros  pero brillantísmo para mis afueras, decidí dar una nueva vuelta por el jardín.

-¡Ay Señor! - suspiré apoyándome en una maceta de lirios tiernos.

En mis dudas de marchar o no y otras cosas estaba, cuando sentí un delicioso golpecito en la nuca y una voz:

-Toma, te he preparado este zumo de tréboles. Bébetelo poco a poco. Sórbelo como si lo desearas más que nada en el mundo... No pongas esa cara de asco. Yo lo tomo con frecuencia. Inventos de mi padre.

Era Louise. Y me miraba dulcemente. Tanto, que me atreví sinceramente a decirle:

-Pensarás que soy un sentimental, pero me gustaría casarme contigo y que jamás tuvieras que subir escaleras. Construiría el edificio más alto del mundo y viviríamos bajando un piso cada día o semana, hasta llegar a ras de suelo, y allí nos haríamos medio eternos.

-Me gusta, me gusta, sobre todo el final ¿Es tuyo?

-Eh...sí, claro.

-No pongas esa cara, hombre. Es broma. Yo por ti me mataría, lo daría todo. Acepto, pero antes, a modo de brindis, quememos la casa con nuestras amistades dentro. ¡La llama de la pasión es lo  primero! Compraremos pijamas, discos, guirnaldas, cosas así y empezaremos una nueva vida tú y yo.

Por detrás el calor y el intenso crepitar del fuego, nos impulsaban hacia adelante con paso compenetrado, a la vez que los chillidos de aquellos herejes nos sugerían ese tórrido abrazo de los que viven a espaldas de la gran avenida de la rutina. Comenzaban ya casi los albores del noveno día y el resplandor de las llamas se confundía con el entorno, con el mismo iluminado escenario natural, por lo que el efecto mimético era poco menos que un crimen perfecto de valor incalculable. Así pues, abrazados, brincando y silbando marchamos hasta cruzar los páramos de los que hablaba la canción.

 

 

Friends again

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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