Nada debiera ser ingobernable, si hay voluntad de gobierno. Con todo, puede que la realidad tienda a la ficción y que la ficción, a su vez, sólo exista para buscar una realidad donde plasmarse. Puede que cualquiera le valga o puede que no. Es en este juego de espejismos (y hasta quizá de tronos) en el que nos hallamos ahora: la España de las redes sociales y las sulfúricas tertulias ha extendido los sudorosos y mendicantes platós televisivos hasta los no menos sudorosos y mendicantes escaños del Parlamento. Ahí es nada.
Entre tanto, y ante el fracaso de la aritmética y el desapego que le tenemos a las matemáticas superiores, se nos informa que hemos liquidado el bipartidismo, ese anacrónico sistema en el que siempre ganaba un partido y perdía otro, para sustituirlo por un sistema en el que todos los partidos pierden, porque ninguno, al parecer, va a poder gobernar. Ni en sueños.
Así las cosas, lo único que está claro es que avanzamos y no poco. De una política a dos bandas claramente definidas hemos pasado, en un abrir y cerrar de urnas, a una auténtica desbandada general; de una realidad y una ficción sólidas e identificables (al menos, en el interior del gran artificio dialéctico en que vivimos) hemos pasado a una reunión vaporosa de conceptos más o menos filosóficos donde a los nuevos artistas de la democracia se les va a exigir el buen uso (y hasta el abuso) del diálogo, esa curiosa habilidad que tantos lustros llevaban sin practicar. Ahora veremos si están, o no, a la altura de las circunstancias.