Remembranzas (XI) - La Mona
Joaquín Lloréns
A mediados de los setenta, el país era muy distinto al de ahora. Franco acababa de morir y comenzaba la andadura de la democracia. Los gatgets de la época eran los radiocasetes a pilas de cintas magnetofónicas cuya acústica era bastante mediocre.
Cada año, en Semana Santa, mi familia, tras recorrer durante doce o catorce horas las colapsadas, y casi siempre en obras, carreteras del país, recalaba en Jijona, pueblo del turrón del que era natural mi padre. Eran viajes épicos con hasta nueve personas dentro del vehículo, los niños sentados en las rodillas de los adultos y hasta tumbados en el suelo. Podías encontrar nieve en Orduña y tener que caminar varios kilómetros por la nieve por el peligro de que se precipitara el coche por el precipicio. O se podía romper el cable del acelerador y conducir cien kilómetros acelerando con una cuerda que salía del motor y se estiraba desde la ventanilla. O te podías encontrar con un policía local especialmente inspirado en Miranda de Ebro que, regulando el cruce de la N1 y la N124, conseguía crear un atasco de más de dos horas. ¡Y aún quedaban once horas de viaje! El caso es que, cuando se superaba el puerto de la Carrasqueta y podíamos contemplar Jijona y el valle de Alicante, indefectiblemente la tensión estallaba y algún niño recibía el cachete del que se había hecho merecedor a lo largo de los más de ochocientos kilómetros.
Jijona era, y es, un pueblo de unos 8.000 habitantes. En realidad, a pesar de su escasa población, ostenta el título de ciudad desde 1708, en que Felipe V la premió por su fidelidad. No toda España guarda, pues, nefasto recuerdo de aquellos años a pesar de lo que nos hacen creer quienes apoyaron a los perdedores de la guerra de sucesión. Su vida social se centra en la calle principal, de nombre Constitució; en aquel entonces José Antonio Primo de Rivera y después, en una primera fase de normalización democrática, Constitución. Es sus extremos se encuentran Las Escuelas y el Ayuntamiento respectivamente y la gente la pasea arriba y abajo en pertinaz desfile una vez terminada la jornada laboral. Es una calle larga que los lugareños, inexplicablemente llaman “la plaza”, a pesar de no tener ningún espacio amplio que merezca tal denominación. En ella están situados El Casino y El Trabajo, centros de reunión de la alta burguesía por un lado y de la clase trabajadora por otro. En aquel entonces existía un tercer lugar de reunión, más para la juventud, que venía a ser una especie de club parroquial.
Pero no solo nosotros regresábamos al pueblo aquellos días. También venían familias de turroneros emigrados las décadas anteriores desde Cataluña, Valencia y Madrid, con lo que la vida ganaba de súbito un cierto cosmopolitismo nacional. La aparición de los forasteros solía encantar a las chicas, pero no tanto a los chicos. No era raro acabar a pedradas unos contra otros hasta que los residentes se resignaban a nuestra presencia y competencia por las fémimas.
La Semana Santa tenía una doble vertiente festiva. De un lado, la religiosa. Del otro, la campestre.
En cuanto a la religiosa, en aquel entonces la observancia católica era aún mayoritariamente seguida y gran parte de la población acudía a la encajonada iglesia a las misas de jueves, sábado y domingo, así como a las procesiones. Las más remarcables eran la del Silencio y la del Encuentro. La primera se celebraba el Viernes Santo, ya de noche, y en ella, prácticamente todos los hombres del pueblo participaban portando velas. Durante más de una hora, una especie de multitudinaria afasia apenas era rota por el roce de los pies sobre el encerado empedrado. La del Encuentro, mucho menos multitudinaria por su horario intempestivo, se llevaba a cabo la mañana del Domingo de Resurrección y su punto álgido se producía justo debajo de nuestra casa, donde las imágenes de Cristo y la Virgen María se reencontraban en remembranza de la primera aparición del resucitado, según el cristianismo. Como no podía ser menos, los jijonencos, amantes de la pólvora, al igual que todos los valencianos, celebraban aquel momento con tracas, petardos, llegums, y demás explosivos de una potencia que asustaba y que durante esos días estallaban en cualquier momento y lugar; hasta en el bolsillo de algún amigo que acababa en el hospital con la pierna en carne viva.
La otra vertiente, que era la que nos encantaba a los jóvenes, la constituían los dos días de la Mona. Aunque en la mayoría de lugares se celebra un día de Mona, en Jijona se añade el segundo día; el de San Vicente. Otra peculiaridad es la forma de la Mona de Pascua, que poco tiene que ver con la que se ha popularizado estas últimas décadas. Allí consistía en una coca redonda de unos quince centímetros de diámetro, en cuyo centro se incrustaba un huevo blanco cocido con su cáscara. Aunque lo tradicional es que la regale el padrino, en nuestro caso era una tía segunda solterona la que tenía el detalle de obsequiarnos con ella. El sabor de la Mona era lo de menos, ya que la principal utilidad que tenía para los inexpertos adolescentes era el uso del huevo duro para romper la cáscara contra la cabeza de la chica que te gustaba, y viceversa. La degustación del bizcocho era secundaria.
Además de romper cáscaras de huevo como tosco sistema de cortejo y el vuelo de los catxerulos –cometas–, la otra actividad principal de aquellos dos días consistía en salir en grupos mixtos –lo que no era poco para los venidos de las mono genéricas pandillas de Bilbao– de excursión durante todo el día. Acarreando bolsas con comida y bebida –los primeros años refrescos, que paulatinamente se fueron espiritando según íbamos creciendo– y algún radiocasete con música de Pink Floyd o Supertramp, a veces se optaba por ir a la casa de campo de alguno de los integrantes de la pandilla, con lo que se ganaba en comodidad; aunque solo los padres más temerarios se ofrecían para ello, ya que lo habitual era que se produjeran serios desperfectos puesto que, casi siempre, el asunto se nos iba de las manos. En el mejor de los casos, la cosa terminaba en una guerra de huevos crudos que convertían las paredes de la casa en remedos campestres de Jackson Pollock. En el peor del que estoy enterado, y en el que mi pandilla no participó, motos y electrodomésticos acabaron en la piscina y un piano fue reducido a astillas. Los adolescentes de aquellos años a veces actuaban como auténticos vándalos.
La otra opción era dirigirse a un punto geográfico de especial significado. Podía ser el “forat de la peña”, una cueva de diez metros de altura situada en la Peña Mitjorn, justo sobre el pueblo, a unos cuatro kilómetros y con un desnivel de más de seiscientos metros. Otra era “el Salt”, también a unos cuatro kilómetros pero por el camino del cementerio, donde, al fondo de un barranco se encontraba una poza y, si había llovido, una cascada que la nutría de agua. No era raro que más de uno y una acabaran helados tras ser arrojados a aquella balsa habitada por sapos y culebras. La tercera más habitual eran “las peñas del roset”, a unos cinco kilómetros y que constituía la opción más peligrosa de las tres, dado que la gran cueva que se visitaba estaba bajo una sima vertiginosa de setenta y cinco metros que los inconscientes adolescentes recorríamos para no ser menos que los demás pero que entrañaba auténtico riesgo, no sólo de caída personal, sino de la de las rocas superiores, de cuyos continuos derrumbes daban fe las enormes piedras sueltas que formaban su base. Por si los peligros naturales del lugar no eran suficientes, lo habitual era acabar a pedradas –pequeñas pero lanzadas desde un desnivel de veinte metros y que provocaban más de una buena brecha entre los chicos… y las chicas.
Casi cuatro décadas después, uno no puede evitar comparar aquellas silvestres y un tanto salvajadas Monas en las que el albedrío adolescente era casi omnímodo, con las juventudes actuales que, como sus mayores, se ven envueltos en unas cercas de control y asfixiante protección que, no sé si les hará más felices, pero les limitará sus experiencias y sus futuros recuerdos.