Opina Juan José Millás que en la primera página de un libro ya es posible percibir si hay o no hay atmósfera, y, en caso de haberla, si te pertenece. Hay que entender por atmósfera la capa moral en la que se desenvuelve la vida de los personajes. Esa capa no se crea de un modo consciente, sino que surge de un exudado de la acción. Según el autor, no hay momento más feliz para el lector que aquel en el que escoge un título de la mesa de novedades de una librería, lo abre, lee las primeras líneas y su olfato percibe un aliento que le resulta de forma simultánea familiar y extraño. Familiar porque en esa escritura reconoce lo que busca, y extraño porque no es fácil dar con un conjunto de valores a los que uno se acomoda o incomoda de manera inmediata. Entrar en un libro a nuestro gusto se parece mucho a entrar en una casa que no conocías, pero que haces tuya desde que te abren la puerta.
Dicho esto, confieso que estoy harta de acudir a presentaciones de libros que se escapan del formato tradicional- presentador de la obra, autor presentado, libro en cuestión- en aras de una vanguardia trasgresora que es más vieja que la tos y que de tan repetida y pretenciosa ya cansa. Cuando acudo a un acto me gusta saber qué me voy a encontrar, exactamente (mi tiempo no es ilimitado y me gusta elegir en qué lo malgasto sin sorpresas de última hora), y no esperar un acto que en principio debería ser algo amable y cercano y encontrarme con una pecera llena de pirañas postmodernas.
De un tiempo a esta parte, el formato spoken Word (músicas insoportables que me recuerdan a las primeras improvisaciones de Ravi Shankar aderezadas con imágenes inconexas aunque epatantes) ha sustituido a la cercanía con la que un autor te presentaba la obra de otro, con su buena carga de subjetividad, cariño y apreciaciones más o menos certeras. Hace unos días, acudí a uno de estos eventos esperando acercarme al autor, no a la obra, porque ésta era poco más que la recopilación de su obra poética en los últimos 15 años, y esa, ya la tengo muy leída. Por desgracia para los allí presentes, los ordenadores tomaron la palabra, dado que el autor, endiosado, distante y cada vez más parecido a esas ecuaciones con las que condimenta sus poemas, desperdició toda oportunidad de respirar el mismo aire que los allí congregados- noté, eso sí, que sus incondicionales cada vez son menos y más jóvenes- . Acabada la presentación, se hizo un silencio espeso. Pronto llegó su invitación a participar en un coloquio dinámico que nos salvase bien del aludido silencio, bien de un monólogo tan críptico como todo lo visto hasta entonces. Pero, como el pobre hombre en ningún momento conectó con sus potenciales lectores, nadie osó abrir la boca. Los minutos se encadenaban en una espera tensa e incómoda. Micrófono en mano y ojos implorantes, el autor y divo, completamente devorado- ¿le recuperaremos alguna vez?- por su personaje, insistió en que le hiciéramos alguna pregunta. Y cuando alguien, seguramente por hacerle un favor, se la hizo, respondió altanero: “a eso no voy a contestar, porque es una vulgaridad”.
Evidentemente, no hubo más preguntas.
No me quedé a la firma de los libros. Es más, me arrepentí de haber malgastado 24 euros en una obra que desde ya me resulta antipática. Ojalá los hubiera empleado en comprar “El comensal”, flamante debut literario de Gabriela Ybarra o “Los amores equivocados”, de la siempre incisiva Cristina Peri Rossi. Volviendo a Millás, es como cuando te abren la puerta de una casa y antes de poder admirar la decoración interior o la atmósfera que le es propia, un horrible olor a berza te impide traspasar el umbral y te deja clavado al felpudo.