¡Vladimiro Casanova, Vladimiro Casanova!, ¿qué onda con esa escoba? –escucha que le gritan-. Pero él siente que baila tango, a lo Cantinflas quizá, pero que baila. ¿Quién podría quitarle lo limpio, lo recatado, a él que después de su viudez de más de nueve años, no hace más que acicalarse y acicalar todo lo que toca? Su casa, el jardincito frontal, su parte de la calle, son, literalmente, un santuario de pulcritud. Barrer es ahora su fajina de militar retirado. ‘Nunca se sabe si va a venir alguien de sorpresa a visitarme. Y el que llegue debe encontrar mi barraca lustrosa como en mis tiempos del activo’ –dice-. Pero como el Coronel aquel de García Márquez a quien nadie echaba un íngrimo lazo textual, a Vladimiro Casanova nadie lo visita. ‘Debo haber dejado más de diez hijos regados por todo México, pero con la que importaba, con mi viejita chula, Dios no me mandó ninguno’ –señala acremente-.
Pero exagero, hay otras actividades además del aseo escrupuloso a las que el teniente Vladimiro Casanova consagra su meticulosidad. Por ejemplo sus cervezas de sábados y domingos en el bar el Caguamón (adonde acude religiosamente a llenarse más que de birriondas, de plática de amigos) y cómo no, el baile de los jueves nocturnos en la Plaza Maquío donde es, sin exagerar, el emperador del zapateo. Se desplaza entre damas de plenarias edades luciendo su donaire y todas quieren, por lo menos, un baile con ‘Don Vladi’.
Ese día –los jueves- los preparativos inician muy temprano. Justo después del desayuno, frugal como en sus tiempos del ejército, la casa se llena de música cuidadosa y cálidamente modulada. En la sala-comedor, página amarillenta de relumbres plateados, se suceden los acordes que según su experiencia podrían ser los tocantes ese día. Las miradas, caderas, contoneos, perfumes, de quienes han sido sus parejas de baile en los últimos años, desfilan por su mente. Sus pasos ya cansados, pero milagrosamente solventes en lo rítmico, destellan luz vital hacia los muros y ausencias de la casa.
Después de varias horas de ensayo solitario, a las seis de la tarde, ya enfundado en unos zapatos negros de charol de nariz blanca, vestimenta gris/perla sin una sola arruga y sombrero negro de ala corta, Vladimiro Casanova cuelga su soledad en el perchero y va a la plaza a sentir que el mundo fluye a través sus pies, en aquella apacible, pero gozosa nube de danzón: y es que
Juárez no debió de morir / no debió de morir.
Porque si Juárez no hubiera muerto / todavía viviría.