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ISSN 1989-4163

NUMERO 09 - ENERO 2010

 

Estambul

Paco Piquer

            He reservado una pequeña porción de las sensaciones que me ha producido mi visita a Estambul, abandonando, para ocasiones más lúdicas, las propias de un entregado turista e intentando resumir, en unos pocos comentarios, aspectos subjetivos e incompartibles relativos a  esa ciudad que me han afectado íntimamente; que  han dejado en mí una huella indeleble.

            Al llegar, mi nombre está en un cartel, lo reconozco en sus letras. La ciudad a la que acabo de llegar se hace más cercana. Hay alguien que me espera. Un rostro al que me acerco, confiado. Unas manos que conducirán hacia mi destino, sin sobresaltos, entre el tráfico caótico. Unos minutos para tomar posesión de mi habitáculo por unos días y a la calle. Rostros indiferentes se cruzan conmigo en las aceras repletas. Vendedores en las esquinas. Anuncios en un idioma extraño; palabras plagadas de cedillas y de acentos circunflejos. Un cementerio en plena avenida; no deben dar miedo los muertos. Junto a su entrada, un local que aromatiza el humo de las narghilets que fuman más de un centenar de personas entre hombres y mujeres. Cena: kebab, aquí todo se llama kebab. No el que conocemos, esa torre de carne que gira como un derviche. Tiempo habrá de averiguar su significado. Al día siguiente, en las mezquitas, en lugar de manos y brazos que se alcen al cielo, la multitud levanta sus cámaras digitales, como un nuevo rito, como un tributo a la tecnología. La Azul abierta al culto. Los hombres se entregan a sus abluciones en el exterior. Hay que desprenderse de los zapatos; las mujeres deben cubrir sus cabezas y sus minifaldas. Inmensa cúpula sostenida por increíbles columnas. Hay demasiado público. Percibo una cierta falta de rigor, de respeto a lo que significa el lugar para los creyentes. Sucumbo yo mismo al gesto de fotografiar. Captaré los detalles de su arquitectura, no el espíritu que flota sobre su inmensa alfombra roja. Santa Sofía, imponente en su decadencia. Un espectacular andamiaje trepa hasta su cúpula principal. Harán falta años para devolverle todo su esplendor a un templo que albergó creencias dispares, ritos diferentes. En el grandioso aljibe Yerebatan Sarayi, carpas enloquecidas persiguen su alimento fantasmagórico entre las aguas oscuras que tiñe de rojo la iluminación de su bosque de columnas. En el antiguo hammam Çemberlítas, turistas e indígenas nos confundimos bajo el escueto paño que nos cubre apenas, tumbados sobre la enorme piedra caliente y circular. Los masajistas se afanan en atendernos. El masaje con espuma de jabón es un descubrimiento. En las calles que circundan el mercado de las especias, se vende de todo. Desde queso a pájaros. Desde frutas y verduras a sanguijuelas, remedio ancestral contra todo tipo de males y en el Gran Bazar, el regateo adquiere proporciones de deporte reglado. En una mañana lluviosa, el palacio de Topkapi brinda increíbles reflejos en sus mármoles. Un recorrido por el harén, una ventana a unas costumbres que no entiendo. Siento opresión al contemplar sus tesoros en una sala repleta. La desigualdad intuida del pasado es evidente. Antes he nombrado  los derviches. Los monjes sufíes que interpretan un rito que lleva al éxtasis a sus practicantes, que giran y giran en una ceremonia sobrecogedora. Imborrable. Día de fiesta nacional, las calles parecen ríos de gente. Especialmente  Istiklal Caddesi,  que lleva desde Túnel hasta Taksim. El pequeño tranvía rojo que la discurre aparta a los viandantes a golpes de campana. En el puente de Galata, miles de pescadores asoman sus cañas sobre el endiablado tráfico de embarcaciones y, desde la torre del mismo nombre, pueden contemplarse los distintos barrios de Estambul con su skyline de minaretes. Desde su altura compruebo como el Bósforo  separa dos continentes. Me viene a la memoria el poema de Espronceda: “Asia a un lado, al otro  Europa y allá a su frente, Estambul” 

 
 

Estambul

 

 

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