Tú no creías en la reencarnación. Y ahora te ves aquí, comiéndote el dedo gordo del pie izquierdo de un jubilado muerto.
Arsenio Griñón, te llamaste. De “Griñón&Griñón”: “Cerería, artículos religiosos”. Viviste en Puente de la Condesa, un pueblo castellano. Tú siempre tan cumplidor. Trabajaste en el negocio de tus padres, aunque no te gustaba. Viviste con tu madre viuda. Incluso ibas al bar más adecuado para la buena marcha del negocio.
Eso sí, cada año hacías un viaje a Lourdes, Fátima, Santiago, Roma, Jerusalén, etc. Y, por el camino, a veces, matabas un niño. Diez en total, “ni uno más ni uno menos”, una expresión muy tuya. Era tu parte creativa: estrangulamiento, empujón y al pozo, acuchillamiento con daga veneciana, anestesia y enterramiento, golpe en la nuca con bate de béisbol. Luego te especializaste en venenos: con Coca-Cola, chucherías, chocolate, bocadillo y más chucherías.
No fuiste plenamente consciente de tu monstruo. Una vez asesinado un niño, constatabas eso sí una gran liberación. Todo el peso de tu frustración se aligeraba y podías volver a tu muerte en vida por un tiempo.
No te pillaron nunca. Pensabas haberte librado.
Y mira por dónde, la reencarnación existe. Ahora eres una rata de alcantarilla, grande, gris y grasienta. Te comes el dedo del pie de este viejo, muerto hace tres días y en estado de descomposición. Menos mal que tu pituitaria puede soportar el hedor del cuerpo y de la basura amontonada en el dormitorio.
Tu fino oído te avisa de unos ruidos desacostumbrados. Dejas de comer y, rápidamente, bajas de la cama y corres a esconderte detrás de la cortina. Oyes pisadas en el pasillo. Encienden la luz y te quedas deslumbrada después de tanto tiempo en la oscuridad. Aún así, como rata que eres puedes percibir la suela de una bota que se te acerca como un relámpago para aplastarte. Gracias a eso, antes de morir otra vez, puedes ver esa imagen de una pantalla de ordenador que se apaga.