La vagina era algo malo, así se lo habían dicho. Su madre se lo había inculcado desde muy chica. Eso no se toca, le decía. Porque no decía vagina, decía eso.
-¿Tampoco cuando me baño? –preguntó Cándida, y la madre le dio vuelta la cara de un cachetazo; luego le enseñó a bañarse con una bombacha puesta, para evitar al máximo todo roce.
El padre de Cándida era un hombre importante que usaba uniforme y armas. Los hombres que trabajaban con él lo llamaban coronel. Su esposa, la madre de Cándida, también lo llamaba así. Y gracias a un esfuerzo de paternidad cariñosa, Cándida tenía permitido llamarlo papá.
No tenía hermanos. Había tenido, pero ya no. El más grande había muerto en una pelea callejera hacía un par de años, mientras intentaba arreglar un confuso asunto de honor. La hermana que lo seguía no pudo con una tuberculosis que le desgastó cuerpo y alma hasta convertirla en un fantasma lastimoso que contaba las horas que le quedaban para cerrar los ojos para siempre. Y el coronel y su esposa miraban a Cándida esperando el momento en que cediera a una fiebre, un cólico o alguna de esas enfermedades que padecen las mujeres. Pero eso no ocurría; Cándida crecía, aprendía a bañarse sola, y preguntaba si la vagina no se tocaba nunca pero nunca. Y la madre la corregía a cachetazos, porque era así como la habían educado a ella, y qué bien había salido, tan recta, sutil e imperceptible que incluso un coronel la había elegido como esposa.
Cuando Cándida cumplió los quince años, le presentaron a su marido. Era un soldado apenas mayor que ella, de mirada huidiza y manos nerviosas. Cándida no quería casarse con ese chico sino con Pedro, su amigo, el que le regalaba margaritas a escondidas del coronel y la miraba fijo cuando creía que ella no lo miraba, pero nadie le preguntó; se casarían en primavera, y la fiesta sería abierta al pueblo, para que el pueblo apreciara la generosidad del coronel.
Para la ocasión, la madre de Cándida le preparó una sábana con un agujero a la altura del vientre.
-Para que tu esposo pueda consumar el matrimonio sin necesidad de dejar eso al descubierto; sería un derroche innecesario de libertinaje –explicó, árida y enjuta. Cándida asintió, resignada, y el matrimonio se consumó, absurdo y aburrido.
El soldado era un marido silencioso, tosco y extraño. Pasaban los meses y Cándida no averiguaba nada sobre él, salvo que podía volverse muy peligroso, con el peligro irracional y torpe del adolescente que se cree hombre, si ella no lo esperaba con la cena lista. Cándida quería saber qué cosas lo hacían reír, cuál era su animal favorito, a qué le tenía miedo. Las respuestas eran los chistes verdes, el perro, a la humillación, pero Cándida no las sabía porque el marido no hablaba.
Lo que sí supo, porque se lo contó una vecina, era que a su marido le gustaba ir al burdel del final de la calle.
-¿Y qué hace ahí?
-Duerme con mujeres.
-No entiendo. ¿Va a ese lugar a dormir? Si en casa tenemos cama.
-No, no a dormir. Es una manera de decir. Se acuesta con mujeres. Tiene sexo con mujeres. Hace eso que hizo con vos en la noche de bodas.
Cándida se sorprendió, y no sintió dolor ni angustia ni traición sino curiosidad. Y esa noche siguió a su marido hasta el burdel, y lo espió por la ventana de la calle, y lo que vio la entusiasmó: su marido estaba desnudo, y embestía como un poseído a una mujer espléndida. Y la mujer estaba desnuda. Y eso tenía que significar que la vagina, que eso, no era algo tan malo. Cándida regresó a su casa, con el corazón tamborileándole y los pies apurados.
Cerró la puerta con llave, se desnudó entera por primera vez en su vida y se paró frente al espejo. Primero se miró las tetas; no eran tan grandes como las de la mujer del burdel pero igual le parecieron lindas. Se las tocó y notó que las puntas, esas cosas marrones, se endurecían como cuando hacía frío, pero Cándida no sentía frío. Después se miró el ombligo y pensó que era algo atractivo. La palabra ideal sería sexy, pero Cándida no conocía esa palabra. Se dio vuelta y contempló su culo; era blanco, redondo y tenía dos hoyuelos en un cachete. A Cándida le gustó también su culo.
Finalmente abrió las piernas y observó su vagina. Primero pensó que era horrible. Luego dudó. Para despejar dudas, se atrevió a tocarla. Y ya no le pareció nada horrible. Siguió tocándola, y cada vez le gustaba más. Y más. Y más. Y quería decirle a su madre que estaba equivocada, que la vagina no era algo malo, no podía serlo, algo malo no podía sentirse tan bueno. Pero su madre no la entendería. Entonces, en un segundo de osadía que la hizo reír a carcajadas, como un exorcismo sin demonio, supo lo que tenía que hacer. Se vistió rápido y fue a buscar a Pedro.
Tenía algo que contarle.
*Cuento finalista del XVI Concurso de Cuento “Leopoldo Marechal”.