Decían que “a las mujeres no hay que comprenderlas, hay que amarlas”. No hay mayor verdad. El amor es una sensación de asfixia que no te darán unos zapatos o un vestido. Es una pasión que te ahoga, que te condena y te fustiga. Es el clamoroso salto al vacío, precedido de una ovación y clausurado por un aplauso. Una mujer es lo mismo, un bello retrato de lo que el alma depara a cada género, un sinuoso retablo de sentimientos, un escaparate de belleza o una proyección del destino. Diabólico pero hermoso. Dual. Poderoso.
La moda nunca ha tratado de entender a las mujeres pero tampoco las ha amado. La moda ha sido siempre una tortura, especialmente para la mujer. Incómoda, restrictiva, dañina para la salud o sencillamente cruel. Decían de los italianos que inventaron el chapín para controlar los movimientos de sus mujeres y que los japoneses encontraban tan erótico el pie pequeño porque era la forma de conseguir que ellas no se alejaran demasiado. La moda ha servido a las mujeres de distracción a lo largo de los siglos, y también de diabólico sentimiento. La belleza y la vanidad. La estupidez.
Actualmente, la moda no es benévola con sus consumidores: se sustenta en la tiranía de la delgadez, la obsesión con la juventud, la despiadada crítica y la importancia de la imagen personal, y un deprimente y decadente culto al cuerpo. “Eres lo que vistes” se ha transformado en “vales lo que vistes”, y la moda se ha convertido en un monstruo, tan potente, que se alimenta constantemente y de forma interminable y cíclica. El ritmo de la moda es el compás con el que suenan los tiempos.
Hoy, con una forma de pensar que se inclina hacia el barroquismo y al paso despiadado del tiempo resumiendo la vida en un instante perdido tras otro hasta el final -como quien dice que “la única promesa que nos hacen al nacer, es la muerte”-, nos encontramos en una sociedad que nos ofrece una visión del mundo, si no es teñida de rosa, de rojo o de negro y sin un Tiffany’s cerca en el que enjuagar las lágrimas, deformada por el prisma de la exageración y la decadencia. Moda de usar y tirar, filosofía barata, egocentrismo democratizado, culpabilidad perdonada, caos calmo.
La mujer ideal es joven, roza la infancia y apenas perpetra el cuerpo de la adolescencia; es inverosímilmente alta y delgada como un cisne delicado, elegante y enjaulado; es moderna con el ritmo de vida de la caducidad y lo previo antes que nadie, y es estúpida. Un jarrón vacío. La mujer que potencia el mundo de la moda no es perfecta, ni siquiera es imponente o inalcanzable como aquellas divinales maniquíes que sonreían en la pasarela provocando una tormenta de flashes que no opacaban su aura de estrellas. La mujer que potencia el mundo de la moda ahoga sus llantos en la moda, en las compras. En un par de zapatos. “Unos Manolos son mejor que el sexo, dura más” dice Madonna. “Compra, compra, compra”. Y, quizás, seas feliz.
Algo está cambiando. Serán los tiempos, será la crisis o será que ya pesaba demasiado el canon de belleza imposible. Será que el propio monstruo se devora o que, por fin, alguien le ha plantado cara a Zeus. Será que los que crearon esa moda han sacado su retrato envejeciendo del armario y se plantean qué hacer, o será que la eterna juventud, como el pacto de Fausto, acaba mal porque los pactos con el diablo no son buenos por mucho que un literato alemán te acabe salvando en la segunda parte por hacerse masón.
Ahora, lo que antes parecían cascadas de jovencitas frágiles, desprovistas, tímidas, melancólicas, apáticas y sin carácter ni carisma se ha convertido, si no en una revolución, en un aviso. Mujeres de verdad. Con corazón. De sangre, de fuego. Nada de gasas y encajes, nada de hadas y ninfas, nada de evasión y sueño. Carne cincelada por el tiempo, el placer de la carne entregado a uno mismo, el poder de la personalidad, autodeterminación y talento. Vienen otros tiempos. Tiempos en los que el ascetismo se vuelve místico y en los que lo lírico se vuelve prosódico.
“Nadie desayuna con diamantes ni vive romances interminables”, decían, pero la diferencia es que ahora ya nadie lo intenta. Y por eso no lo viven. Labios rojos y caminar digno erguido sobre implacables purasangres de cuero; perfume que alegra la entrada y ameniza la salida; alma que se ve. Desgarra. Siente. Vive. Lo intenta. Lucha con todas sus fuerzas, no importa cuándo, no importa cuánto, no importa quiénes, qué o dónde. Importa que importa. Importa la moda, pero como aderezo. No como personalidad.
“Viste elegante y sólo verán a la mujer, viste vulgar y sólo verán el vestido” dijo Chanel en un arrebato de sinceridad mientras silenciaba un “Sé bella, no bonita. Lo bonito se acaba, lo bello perdura”. La fragilidad del tiempo encierra la pureza de la esencia, lo inmortal es frío y lejano mientras lo moral destila fuerza. Héctor contra Aquiles. Muere de pie. Lucha. Grita. Clama. Haz lo que quieras, pero haz algo. “El único hombre que no fracasa es el que nunca hace nada”.
La moda cambia, sigue sin entender a las mujeres y, además, ahora tiraniza a los hombres. Pero todo puede cambiar. Como hoy. “Si tiene que haber una revolución, que seamos los artífices y no los sufridores”. La moda trata a las personas con condescendencia, mira por encima del hombro, sabiéndose capaz de cambiar el destino y de describir la carta de presentación, enseña el alma de la persona o cuánto hay de personaje en el humano. ¿Tiene la moda firma de mujer o sólo la firma de las mujeres es la moda? Ahora suenan campanas de cambio. Hagan juego, damas, y caballeros.