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ISSN 1989-4163

NUMERO 09 - ENERO 2010

 

Escena

Guillermo Cuervo

—Hagamos las cuentas —dijo el morocho de la cicatriz en la cara y tomó la pequeña calculadora electrónica de entre la multitud de papeles y vasos vacíos que poblaban la mesa desordenada.

Del otro lado de la mesa Suárez, el rengo, esperaba con la cabeza apoyada en la mano que tenía el pucho prendido. La otra desaparecía bajo la mesa, apoyada con disimulo en el cinto, próxima a la pistola.
Sólo la mesa estaba iluminada. Alrededor de ella los demás matones se confundían con las sombras, expectantes. Un pequeño ventilador sobre el suelo mezclaba con el aire caliente el humo y los olores infectos del aguantadero.

Un cuarteto de La Mona sonaba en la cocina, del otro lado de la puerta abierta. Las cinco jóvenes intentaban bailarlo entre ellas, imitando a quién sabe qué improvisado instructor. Reían y se corregían en una jerga que mezclaba el castellano y el guaraní.

El de la cicatriz apretaba los botones mientras enumeraba los ítems que incluía en su cuenta:

—…los documentos 450, el flete 150, el ablande 500, los peajes 1000…

— ¡Mil! —rezongó Suárez — ¿Por qué mil?

—En Misiones y en Paraná —dijo el otro y explicó —Es lo que vale, viejo… son los canas que nos limpian el camino. Los de Paraná se avivaron desde hace un par de meses —agregó con resignación.

Miró la calculadora, apretó el último botón y concluyó:

—Cinco mil por las tres… —y agregó —dos son mías… y me quedo con la colorada.

El rengo quedó unos minutos callado, pensando. En su frente sudorosa se dibujó una línea vertical entre las cejas, señal de sospecha. Su mente iba rápido. Dijo:

—No… si pago elijo yo.

El ambiente se tensó. Los matones que rodeaban la mesa cambiaron de postura imperceptiblemente.

El morocho no se inmutó. Sacó un cigarrillo del atado y lo encendió mientras negaba con la cabeza, expresando un creciente fastidio. Luego habló:

—Los riesgos los corrí yo, así que yo decido —se detuvo para aspirar una seca larga —... y vos pagá callado.

El rengo levantó entonces el tono:

— ¿Me tomás por pelotudo? —y sonrió.

—No sé de qué me hablás ni me importa —el morocho perdía la paciencia —. Te repito: vos pagá callado.

De nada vale saber de cuál arma salió el primer disparo, pero sonaron muchos y ensordecedores. Luego siguieron los gritos de las mujeres aterradas y, siempre de fondo, el obstinado tunga-tunga del cuarteto, cuyo espíritu festivo ya desentonaba.

Las mujeres no tardaron en escapar, evitando el salón por un pasillo lateral al patio que llevaba a la calle.

En la habitación el humo denso y picante de la pólvora transitoriamente oculta lo que se adivina. Poco a poco la niebla se disipa y tras ella aparecen los cuerpos derrumbados y la sangre abundante que mancha las paredes y anega el suelo.

Alguien se queja aún. Alguien que se resiste a formar parte de la cuenta. El quejido se hace cada vez más apagado hasta desaparecer en un silencio sepulcral, propiamente dicho.

 

 
 

Cuervo

 

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