Se acaba el mundo tantas veces como yo dejo de fumar. La regla de oro de los vaticinios es colocar su cumplimiento a medio plazo, con la suficiente distancia para que la incertidumbre haga su efecto y que no se pueda desmontar de inmediato. La fecha a la que ahora nos invitan a mirar con recelo es el 2012. Bonita cifra en la que confluyen el final del calendario largo de los mayas con una alineación visual del sol con el centro oscuro de la galaxia, las pertinentes cuartetas de Nostradamus a las que le han salido cientos de exegetas que se hacen la picha un lío con sus imágenes, que igual valen para una devastación como para un cocido extremeño. En el 2012 también tenemos la previsión de un repunte de la actividad solar en sus ciclos habituales, que bien aderezada con un posible cambio de polaridad de la tierra, nos da un ejército de aves estrellándose contra las ventanas, los satélites inutilizados por el caos y un cambio drástico del comportamiento del clima. Si además le sumamos una crisis sistémica que no se sostiene con los vendajes de inútiles poderes políticos y alguna pandemia aún no identificada, ya tenemos eso que tanto nos gusta: el desastre. Cataclismos que dan miedo porque nos atraen, o nos atraen porque dan miedo. Somos muy conscientes de la extinción individual, de la que nadie se escapa por mucha dieta mediterránea o pilates que practique. Preferimos liquidarnos de forma grupal, por no ir solos al vacío y que nadie se quede aquí a llorarnos. De ahí el éxito de las premoniciones apocalípticas. Es tanto el empeño que se pone en la tarea, que cualquier día van y se cumplen. El futuro no nos necesita para escribirse, ni somos sus autores, ni siquiera sus personajes principales por mucho antropocentrismo que nos guíe. El universo va a su rollo de expansión, sin atender a los discursos de unas pretenciosas criaturas que habitan en el planeta tierra.