La noche cae sobre París, como se vuelve negra azabache en cualquier lugar del mundo. Pero esta vez teñida de una viudedad que ha tomado las calles, de cientos, miles de velas para perpetuar un recuerdo que inunde de silencio el respeto a esas cientos de víctimas ante la barbarie y la sinrazón.
Para el mañana, nos reservamos la vuelta a la cotidianidad, a la búsqueda de nuestra comodidad y confort y vamos dejando atrás la pena y el miedo que en Occidente creíamos olvidado tras el horror alemán. Pero pertenecemos a un todo que de vez en cuando nos atrapa y nos hace recordar que vivir de espaldas no nos nubla lo suficiente la vista, o nos exime de la culpa o nos canta una nana ante el miedo, simplemente nos hace obviarla por un tiempo. Hasta que desde nuestro sofá nos atraviesa la muerte en Bataclan o un tren en Atocha un día cualquiera.
Somos culpables e inocentes, víctimas y verdugos, consumistas y Naturaleza, pero también ciudadanos y votantes. Somos y estamos, somos nosotros los que decidimos como ser y como estar. La verdad siempre nos ha pertenecido, no como acto de posesión sino de conocimiento y seguiremos acompañando esa verdad ante nuestra conveniencia, ante esa comodidad que nos lleve por el paso de los días, las alegrías y la levedad, al menos lo suficiente como para digerir rápidamente, como sucede ante las noticias, las muertes de Beirut, Bagdad o Damasco. Aquellos Macondos que se nos presentan como oníricos, como lugares extraídos de una novela o un cuento. Y pasaremos página, una vez más, pasaremos página de un mismo libro, de un libro que se desconoce el principio ni el final, pero que se desenvuelve en una eterna trama de Oriente a Occidente, de Sur a Norte, de vida a muerte, desde la mañana hasta la noche.
Sobre esa noche que cae sobre París, como en cualquier lugar del mundo.
