Remembranzas (X) - Aquellos Veranos
Joaquín Lloréns
A pesar de que durante la EGB y el bachiller Gonzalo y yo estudiábamos en diferentes colegios, en cuanto salíamos de clase nos reuníamos día sí, día también, en su casa o en la mía. También estábamos juntos la mayor parte de las vacaciones y los fines de semana. El sábado él comía en mi casa y yo lo hacía en la suya los domingos. A Gonzalo le gustaba prácticamente todo lo que caía en su plato y tenía un apetito voraz. Yo era todo lo contrario; había heredado las manías de mi padre y comía poco y mal. Cada sábado mi madre preparaba canelones, plato favorito de Gonzalo, y que también gozaba de la predilección de toda mi familia. A pesar de su temprana edad, el plato con más canelones era el de Gonzalo que, no satisfecho con eso, siempre acababa comiendo la mitad de la ración de mi hermana, la cual ya había alcanzado esos años en los que para una mujer, su silueta es una de sus mayores preocupaciones.
Los primeros años de nuestra amistad nos intercambiábamos una semana durante el verano. Gonzalo venía a Baquio y yo luego iba a Plencia, donde él veraneaba, en un caserío alquilado cerca del límite con Górliz, casi al final de una cuesta. Con apenas diez años su madre le puso a régimen y recuerdo cómo, aprovechando la ausencia materna por la compra, la interina que tenían y que adoraba gusto por la comida de aquel niño, le preparaba enormes tortillas francesas a escondidas. Solíamos juntarnos con los niños de los chalets próximos y, de tanto en cuando, jugábamos partidos de fútbol en una era en barbecho situada justo enfrente de la casa de Gonzalo. Lo más curioso de aquellos partidos era que una de sus vecinas jugaba con los chicos. No sólo eso; jugaba bastante bien. Desde luego, mejor que mi amigo y que yo; aunque eso no es mucho decir.
Uno de los últimos veranos que la familia de Gonzalo pasó en Plencia, ya con catorce años, comenzó nuestro acercamiento al bello sexo.
Aprovechando la ausencia de sus padres, unas chicas organizaron el único guateque al que asistí en aquel pueblo de la costa cantábrica. Uno invitó a otro, que invitó a un tercero, y así sucesivamente, hasta que nos acabó llegando la invitación a nosotros, que no teníamos demasiado que ver con la anfitriona ni con ninguna de aquellas hormonadas adolescentes. Hacia allí nos fuimos a eso de las cinco de la tarde. Se trataba de un chalet al final de una cuesta curvada y empinada. Al llegar nos reunieron a todos en una habitación en el ático. A pesar de la semioscuridad, éramos aún muy tímidos e inexpertos, así que nos ayudamos con unos cuantos cubalibres para decidirnos a sacar a bailar a alguna de las chicas. En aquellos tiempos, como mis coetáneos recuerdan, no existía una gran conciencia social sobre los peligros del alcohol en la juventud, ni impedimento alguno para la compra del mismo por parte de los niños. En un momento dado, acaso cansado de mi propio apocamiento ante las muchachas, y sin duda mareado por las bebidas espirituosas, bajé a la calle. Uno de los que había asistido tenía una flamante Vespino roja que alabé con sinceridad y algo de envidia. En esos años y a nuestra edad, solo los más afortunados disponían de una moto de paseo como aquella. Entonces, sorpresivamente, me preguntó si quería probar. No me había montado en mi vida en una moto, pero envalentonado por las copas, a las que no estaba acostumbrado, le respondí alegremente que sí. Me explicó brevemente cómo funcionaban el freno y el acelerador y me monté en ella. Arranqué, a duras penas consiguiendo no caerme y aceleré. En mi ajumado estado, no había previsto la tremenda inclinación de la cuesta y salí despendolado hacia abajo con la aterrorizada asunción de que me iba a dar un golpe de muerte. No sé cómo, pero conseguí frenar a tiempo y, algo más tranquilo, anduve unos cinco minutos más hasta que logré regresar subiendo la cuesta que tan poco ortodoxamente había bajado sin hacerme ni un rasguño ni destrozar la moto que tan confiadamente me había dejado aquel chico. Y así, como tantos otros, aprendí a conducir motos. Por su parte, el guateque acabó como solían; con la inesperada aparición de los padres, la bronca consiguiente y la huida a la carrera de los invitados al grito de “Sálvese quien pueda”. Así eran las cosas en nuestra juventud.
Cuando dejaron de alquilar aquel caserío y durante muchos años, Gonzalo y su familia venían gran parte del verano a la finca que mi padre había heredado en Jijona; a diez kilómetros del pueblo y, en el otro sentido, a otros diez de Torremanzanas. Hasta el fallecimiento de mi madre, nos juntábamos, no sólo las dos familias, sino parte de la familia Villén y los amigos de turno de mis hermanos o nuestros. No era extraño que nos juntáramos más de veinte personas, con lo que ello suponía de diversión y necesidad de logística. El padre de Gonzalo, José Luis, tenía varias funciones matutinas: llevaba la estadística de las temperaturas máximas y mínimas y, con su letra caligráfica, hacía la lista de la compra que, más tarde, Gonzalo y yo, acompañados de algún primo o amigo llevábamos a cabo, primero conducidos por alguien y, más mayores, por nuestra cuenta. Era una disculpa para bajar al pueblo –. No es un decir. Había doscientos metros de desnivel. Torremanzanas tenía el mismo desnivel, pero hacia arriba– y vernos con nuestros amigos. Especialmente a partir del 15 de agosto, en que, aproximándose la fiestas de moros y cristianos, Jijona volvía a cobrar vida paulatinamente tras una especie de parálisis canicular. Pepe Villén, los años que vino, y como buen ingeniero, se dedicó a ir dibujando los planos del circuito de agua, eléctrico, etcétera de la finca. Después de comer no faltaba la ineludible partida de canasta, en la que empleábamos un par de horas. Hasta que obtuvimos el carnet de conducir de moto y, con la salvedad de la segunda quincena de agosto, allí o en el pueblo había poco que hacer, así que nuestras sesiones de lectura y siestas eran de ratón de biblioteca y de oso hibernante, respectivamente.
Sí que hubo un verano, cuando aún tendríamos unos doce años, que paramos poco en medio de aquella nada almendrada. Mis hermanos ya conducían, pero aún vivían todos en casa. Casi todos sus amigos tenían hermanos de nuestra edad, con lo que, cuando quedaban con ellos, les acompañábamos. Casi todos, al igual que nosotros, tenían una casa de campo en las proximidades de Jijona y, aquí nos diferenciábamos nosotros negativamente, también una piscina o, alternativamente, una balsa para el regadío. Aquel verano, cada día, todo el grupo de amigos se reunían en una de las fincas para bañarse y pasar el rato. A botepronto recuerdo al menos siete piscinas diferentes. La más graciosa de todas era la de Sot, propiedad de los Sirvent. Esta consistía en una balsa de unos cuatro por cuatro metros elevada sobre el suelo; encalada por fuera y pintada de azul por dentro. Y la recuerdo sobre todo porque el agua debían sacarla de algún pozo ya que, a pesar de la canícula que hacía en la zona en agosto, estaba gélida. La otra que recuerdo por un motivo especial es la que tenía mi tenía mi tío Pepe en El espartal antes de que mi primo Pepitón y su cuñado la hipotecaran y posteriormente perdieran por su desastrosa gestión en sus negocios. Ya estaba en plena adolescencia y mi interés por las mujeres se había disparado exponencialmente. Aunque tratados como niños, compartir baños todos los días con hermosas veinteañeras en bikini era un auténtico placer para nuestros ojos. Mi hermano Esteban ese día tonteaba con Beatriz, una hermosa morena que, cosas de la vida, acabó casada con un bilbaíno, amigo íntimo de mi otro hermano. Andaban dando saltos y tirándose agua cuando la parte superior del bikini se le deslizó y, por primera vez en mi vida, pude contemplar el pecho de una mujer. Como recordarán mis lectores más maduros, en aquellos años los desnudos femeninos eran tabú. Aquello supuso un hito en mi precoz vida. Un par de años después, mi hermano ya había comenzado su trágica relación con las drogas y recuerdo un día en que nos llevó a velocidad de vértigo en el Seat 1430 por caminos sin asfaltar próximos a Torremanzanas, hasta que llegamos a una balsa en un lugar remoto y casi mágico, donde nos dimos un baño en un agua pura y helada que le hacía a uno recordar Sangrilá. En cuanto a piscinas naturales, la única que llegamos a visitar alguna vez era la de El Salt, a pocos kilómetros de Jijona por la carretera del cementerio. La formaba una cascada de más de veinte metros que en verano estaba seca, pero quedaba una poza de unos veinticinco metros cuadrados con un agua de un color verde esmeralda y que constituía un pequeño oasis rodeado de áridos y blanquecinos. Allí, entre sapos y culebras acuáticas que daban una cierta prevención, se gozaba de un agua helada y opaca que hacía que uno no se mantuviera mucho dentro de ella.
Hasta el 15 de agosto, sólo los sábados había ambiente en Jijona desde mediados de julio, en que se celebra La señal, que era y sigue siendo una especie de “sus” de las fiestas de moros y cristianos. Desde La señal – que conmemora el sábado 24 de julio de 1.600 cuando San Sebastián, patrono del lugar, impidió que la peste se propagara en Jijona-, y hasta las fiestas, que se celebran el cuarto fin de semana de agosto, todos los sábados había Soparet. Este consistía en que se organizaba una cena en cada una de las diez kábilas, cinco cristianas y cinco moras, también llamadas “filaes”, que forman las fiestas. Esos días se vestía informalmente, llevando sólo una camisa que te identificaba como miembro de la kábila correspondiente, si es que formabas parte de alguna. Durante la tarde el ambiente etílico iba subiendo gracias a la “lletuga”, licor de menta con limón granizado que entraba como el agua con el calor reinante y que dejaba las lenguas y los wáteres del pueblo al día siguiente, de un precioso verde casi fosforescente. A las ocho todos nos dirigíamos a las kábilas donde ya esperaban las orquestas contratadas y, una tras otra, acompañaban a las diez escuadras en un paseo informal por las calles desde su kábila hasta el extremo de La plaza –que en realidad es una avenida larga, llamada de la Constitució, que antes conocí como Constitución, y antes aún, como de José Antonio– que da a las escuelas. El recorrido por La plaza se hace ya en filadas ordenadas por edades; de más jóvenes a mayores y, al final, la orquesta. Una vez disueltas las filadas en el ayuntamiento, se regresa a la kábila donde se cena el “soparet”, tras el que la orquesta anima a los “festers”. Por último, enardecidos por la música, la comida y las bebidas espirituosas, se regresa a La plaza y se desfila una segunda vez. Aunque han transcurrido más de treinta años desde la primera vez en que participamos, el transcurso del verano en Jijona no ha variado ni un ápice, por lo que sé.
Ahora que, tras más de tres décadas, nuestros corazones se han domesticado y reposado, y nuestras juveniles ilusiones se han agrietado una tras otra, uno sigue recordando aquellos veranos en los que éramos inmortales y nuestra ansia de experiencias infinita, como los que forjaron en gran medida nuestro presente y constituyen una fuente imperecedera de nostalgia.