Revisando a Rodolfo Fogwill con objeto de escribir un breve artículo, uno se topa enseguida con la solidez de dos hechos: uno, Fogwill en las entrevistas resulta algo cargante, un enfant terrible que disfruta con la sobreactuación de su propio personaje (es él todo el día, no se cansa, dice el sufrido entrevistador); dos, que Muchacha punk, su cuento más icónico, está plagado de imperfecciones.
Empezamos por lo segundo. Cierto, Muchacha punk tiene un aire de vaga ingenuidad que, por más que corresponda a su debut literario, cuanto menos sorprende en un autor que se acercaba ya a la cuarentena. Y sin embargo, esas imperfecciones recuerdan a las rugosidades de la corteza de un árbol: son las irregularidades de aquello que está vivo y es verdadero. Cuando digo verdadero, me refiero a esa verdad invisible en la que se basa la ficción y que no tiene por qué pender de la realidad. Al contrario, se trata de una verdad basada en la coherencia interna, tan difícil de apreciar pero de efecto tan notorio como la tanza que mueve un títere.
El narrador del relato, en quien es imposible no suponer algún tipo de trasunto del propio Fogwill, deambula en un peregrinar melancólico por un Londres helado. En su caminar por las calles gélidas hay algo del Horacio Oliveira cortazariano, si bien el protagonista de Rayuela pertenece a un mundo en decadencia en el que persigue las últimas luces del jazz y las vanguardias y el de Muchacha punk corresponde ya de forma inequívoca a un mundo postmoderno y pop. El propio arranque del relato nos sumerge ya sin ambages en ese universo: En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk, dice, y por mucho que el autor intente camuflarse, la palabra amor no es en absoluto casual en esa frase.
Con respecto a lo primero, la impertinencia de Fogwill, aburren su aires de estrella del rock trasnochada, si bien se agradece su incorrección permanente y su ingenio que parece siempre activado. Lo mismo le dice a su compatriota Patricio Pron (quien lo cuenta con exquisita deportividad) que más le vale hacerle un hijo a su mujer antes de que “se la coja un macho de verdad con una pija de macho latino y no con su pija chiquita de rosarino” que se atreve a llamar a la Coca-cola “agua pintada” tras haber escrito uno de sus anuncios televisivos más celebrados.
Lo cierto es que estamos ante un personaje apabullante, excesivo como un torrente. En un retrato parcial podemos definirle como publicista, estafador, especulador bursátil y cocainómano, pero por otro lado vemos a un escritor profundamente honesto y comprometido con su propio proceso de escritura, un narrador febril que en apenas tres días compuso Los pichiciegos, el alucinado y claustrofóbico relato de un puñado de desertores de la guerra de las Malvinas. Con algo de Kafka, algo de Onetti, algo de Céline y algo de Jaroslav Hasek, decir que esta narración magistral es una metáfora de la Argentina del momento es quedarse muy corto.
Dicen que el teclado de Fogwill estaba salpicado por un fango compuesto de chocolate y babas. Con gran sencillez, explicaba que era adicto al chocolate y que después de comerlo se chupaba los dedos. Luego añade que, por fortuna, abandonó la merca (cocaína), con la que hacía más o menos lo mismo pero que resultaba mucho más perjudicial para el cobre de los circuitos.