Anteayer, cuando iba a dar mi taller de narrativa en Battersea Spanish, me sorprendieron unos fuegos artificiales. Los petardos no eran muchos: apenas un puñado de esqueletos eléctricos en el cielo unánimemente gris de Londres. Hoy, el parque de Battersea estará cerrado por la tarde, como llevan días anunciando los carteles colgados en las entradas y podemos anticipar por la profusión de vallas que acotan los caminos y orientan el tráfico. Y es que habrá fuegos artificiales. Es un fastidio que el parque esté interrumpido por barreras y cercados: lo más agradable de tenerlo cerca es la libertad de recorrerlo sin obstáculos, de perderse, con indolencia, por sus rincones y alamedas. Cuando no es posible, es que se va a celebrar algún evento, normalmente multitudinario y ruidoso. El último fue una carrera de coches (en cuya organización, me enteré luego, había participado la empresa, aaaagggh, para la que trabaja Agag, ese pedazo de yerno, matrimoniado en El Escorial); hoy son los fuegos y, previsiblemente también, las hogueras. En el resto del mundo, y sobre todo en los países mediterráneos, la exaltación del fuego celebra la llegada del verano: es una metáfora del calor, la fertilidad y la plenitud. En Gran Bretaña, las hogueras se encienden el 5 de noviembre, cuando en España nos calentamos las manos con castañas, y no suponen un rito equinoccial, sino una efeméride histórica. Tal día de hace 410 años se descubrió la llamada Conspiración de la Pólvora, una conchabanza para asesinar al rey Jacobo I, a su familia y, ya puestos, a todos los lores del Parlamento. El frustrado magnicidio se enmarcaba en las luchas de religión que asolaban en aquella época Europa. La religión siempre ha sido, y sigue siendo, una gran fuente de sufrimiento. Jacobo I, protestante, después de unos inicios que no hacían pensar en una nueva tiranía de la fe, había cumplido la inveterada tradición, tantas veces puesta en práctica en España, de expulsar a los jesuitas del país, y pasado a perseguir a los papistas ingleses. Los conspiradores, por su parte, eran restauracionistas católicos que reclamaban la vuelta a la ortodoxia romana. Los capitaneaba Robert Catesby, un fanático religioso que murió de un arcabuzazo, abrazado a una imagen de la Virgen María. Entre sus secuaces había un tal Guy Fawkes, que se había destacado también como católico fervoroso y soldado aguerrido. Guy había sido mercenario de los españoles en la Guerra de los Ochenta Años (en aquellos tiempos, las guerras no eran cortas: treinta, ochenta, cien años eran lo normal; hoy parece que hayamos avanzado, pero algunos conflictos, latentes o activos, duran todavía muchas décadas, y, en cualquier caso, si los hemos abreviado es porque estamos seguros de que, de desatarse un conflicto grave, la destrucción sería planetaria) contra las Provincias Unidas de los Países Bajos, y, con el rango de alférez, había combatido bien en el sitio de Calais, por el que el Ejército de Flandes habían arrebatado la importante plaza costera a los franceses. Más aún: en 1603 Fawkes se atrevió a viajar a Madrid para entrevistarse con el rey Felipe III. Hay que tener en cuenta la enormidad que suponía que un inglés luchase al lado de quienes habían intentado invadir su patria tan solo 15 años antes, y, más aún, que fuese recibido por su rey. Fawkes pidió al monarca que apoyaran una rebelión católica en Inglaterra, que restauraría a un católico en el trono, como Dios mandaba. Para favorecer su petición, se castellanizó —o más bien italianizó— el nombre, que pasó a ser Guido. Pese a esto, y a ser bien recibido en la corte, no consiguió la complicidad de España, que bastante tenía con batallar en todos los frentes del orbe como para sumarse a una conspiración interior de dudosa enjundia y resultado incierto. De vuelta en Londres, Guy Fawkes se involucró decididamente en el complot de Catesby. Los conjurados alquilaron una cripta debajo de la Cámara de los Lores y apilaron en ella hasta 36 barriles de pólvora, junto con abundante leña y carbón, elementos incendiarios que magnificarían los efectos de la explosión. Pero algo salió mal. Uno de los lores, el barón de Monteagle, que había de asistir a la sesión en la que estaba prevista la voladura, recibió una carta anónima informándole del atentado. Monteagle, presa de comprensible agitación, le entregó la carta al conde de Salisbury, que, a su vez, se la hizo llegar al rey. Jacobo, aún más preocupado que sus nobles, hizo registrar los sótanos del Parlamento y descubrió los explosivos y a Guy Fawkes, que salía de la cripta a medianoche, después de cumplir su guardia. Jacobo decidió entonces recompensar el patriotismo y la lealtad de Fawkes con una minuciosa sesión de tortura, que duró varias semanas. Fawkes, sin embargo, no se achantó: cuando sus interrogadores/torturadores le preguntaron qué pensaba hacer con tanta pólvora —era una pregunta tonta—, respondió que "devolveros a todos a las montañas escocesas de mierda de las que venís". El propio rey Jacobo se admiró de aquella fortaleza, y consideró a Fawkes animado por una "resolución romana". Pero ello no le impidió seguir adelante con el musculoso interrogatorio. Es más: autorizó que la tortura fuese creciendo en intensidad, de acuerdo con el bien acreditado principio de per gradus ad ima tenditur, es decir, que pasara de las formas más benévolas, si es que este adjetivo se puede aplicar a un tormento medieval, a las más terribles, como el potro, en el que, en efecto, Fawkes cabalgó durante varios días. Pero ni siquiera estas indescriptibles disciplinas quebraron completamente la voluntad de Guy. Se avino a firmar una confesión, sí, pero solo para delatar a otros conspiradores que también habían sido detenidos o que ya estaban muertos: su resistencia duró hasta el fin. Y lo hizo literalmente. Porque lo peor estaba aún por llegar. Condenado a muerte por alta traición, la sentencia ordenaba que fuese arrastrado por un caballo hasta el lugar de ejecución —en Old Palace Yard, frente al edificio que habían pretendido volar— y ahorcado; que, descendido de la horca aún con vida, se le cortasen los testículos y fueran quemados ante él; que se le rajase la tripa y extrajesen los intestinos, igualmente ante su vista, y luego el corazón; que fuese decapitado; y, por fin, que se descuartizara su cuerpo y dispersasen sus trozos por los cuatro rincones del reino para satisfacción de la justicia, escarmiento de traidores y edificación del pueblo. Un programa completo, vamos, que debía de ser la delicia de las damas y caballeros, presididos por el rey, que asistían al espectáculo. Pero Fawkes aún tuvo un último gesto de valentía: después de que otros tres cómplices de la Conspiración de la Pólvora, también condenados como él, hubiesen pasado por la trituradora de los verdugos (y él hubiera constatado, pues, lo que le esperaba), y pese a lo debilitado que estaba por la tortura sufrida, encontró fuerzas para tirarse del cadalso y partirse el cuello en la caída, lo que le ahorró el inenarrable sufrimiento que le estaba reservado. Desde aquel 31 de enero de 1606, perdura la leyenda de Guy —Guido— Fawkes, al que se quema en efigie cada noviembre, y por el que se encienden hogueras en los parques y los campos, para rememorar la explosión que no se produjo y que, de haberlo hecho, habría cambiado la historia de este país. Su imagen perdura, además, en esas caretas de anonymous, que reproducen con la que se cubre el protagonista de V de Vendetta, la novela gráfica y después excelente película —de James McTeigue—, cuyo desenlace es, precisamente, el que persiguió Fawkes: la voladura del Parlamento británico, epítome de une estado fascista. No en vano alguien ha dicho que Guy Fawkes fue "el último en entrar en el Parlamento con honradas intenciones".