Soy Bernal del Castillo. De los “Díaz del Castillo” venidos hace siglos de la España gloriosa a estas tierras de amor y de aventuras bajo el mando de Cortés. Descendiente directo de aquel porfiado hombre heroico de descomunal aguante físico y bragas relinchonas. Cuando menos eso dice mi madre. Un del Castillo más de todos cuántos no pudimos nunca por más esfuerzos y gestiones realizados a lo amplio de los siglos, alcanzar la consumación en letras de oro histórico de nuestra sin duda osada, ejemplar estirpe: ni en fama ni en dinero, ni en posición social nos hizo el tiempo dignos. Total: que de mentirosos de abolengo no pasamos, nosotros, los encabritados del Castillo. ‘Un librito chistoso, pero malo, que abunda en descripciones de mal gusto que ni el menos pintado avalaría. Eso es esa familia de truhanes’, dijo alguien algún día. ¿Y al soldado que libró ciento veinte batallas de inteligencia pura contra aquella aborigen, desalmada, turba de hombres; y al hombre piadoso que vivió noventa años en un tiempo y en una realidad y en un espacio, en que el más tayacán duraba veinte? No al cronista genial, sino al héroe, ¿quién lo salva? Casi quinientos años de injusticia, señores, no se vale.
Lo único que nos queda, a nosotros, los casi resignados descendientes de aquel hombre de letras tal vez simples, pero de armas y Dios ni quién lo dude, guerrero de Pedrarias y Cortés, tan Bernal del Castillo como yo (sin el Díaz, esa breve partícula tan ñoña) es esta pobre Hacienda cuyo nombre es remache fatal de esa ignominia. ¿Cómo creen o quieren que se llame? Pues eso: Hacienda pastoril la Nueva España. Para seguir llorando ¿no lo creen?
Aquí por nuestros lares, no lo niego, sí había muchachas encueradas y sacrílegas piedras que en ofrenda al volcán, al mar, al viento, sacrificaban sangre de doncellas; y jaguares que iban y venían, y venados, y tapires, y huertos de cacao, y tepezcuintles, y coyotes, y leyendas que hacían confluir todos los dones, pero no había fantasmas porque el mundo era un brote de ojos vistos. Los fantasmas vinieron de aquel lado con su traje de Dios recién nacido. La culpa no existía pues fue el primer invento en nuestras tierras de aquellos hombres sacros de piel como la leche y ojos dulces. Porque culpa y fantasma son lo mismo: telaraña sembrada en el alma de esta tierra por aquellos invasores, en donde como mosca murió de inanición, para siempre, la inocencia. Y quién mejor contó (según el dicho vocinglero de mi madre) para la ilustración de tantos siglos toda esa gesta heroica: de aventureros, inocencias derruidas y fantasmas, fue sin duda el abuelo de abuelos, del Castillo.
Así que esos fantasmas que como les decía no son nuestros, ya con todo el rebujo de por medio, ya con la mezcolanza de nociones, ahí tienen que de pronto andaban ya por los caminos infectando de sombras, de borrascas, lo que antes fluía inalterado con la luz natural del aire limpio. El cielo y el infierno eran lo mismo, sólo que en diferentes trayectorias: porque a veces el cielo era el infierno, el infierno era cielo muchas veces; pues los dioses cambiaban con frecuencia sus roles oficiales y de pronto ayudaban a otros dioses a sacar la tarea de sus días. Pero vinieron ellos, con su sabiduría de hombres doctos y convirtieron todo en un decreto: la única verdad bajó quemándose de falsa compasión y de asonada, respirando conatos de escorbuto: de la bellaquería de sus naves bajó la realidad y se hizo miedo, el miedo culpa, y de allí los fantasmas, desde entonces.
En lo que a mí respecta el vínculo me asedia, ya lo dije, por las faldas obsesas de mi madre que desde que nací asomó jodiendo, con la tal ascendencia del Castillo. “Tu padre porque es tonto no reclama lo que le corresponde de la herencia. En todo el continente, hasta las sabandijas nos adeudan el haber proclamado en digna voz tantos hechos de conquista y mundos descubiertos; y el entierro de dioses homicidas que se engreían a más en pedir sangre y el decidir quedarse para siempre en nuestros fieros andurriales y el haber ayudado con sus manos a levantar los templos que hoy en día nos custodian el alma de las provocaciones del maligno y las muchas batallas obsequiadas por el sin par lancero que cantó el mestizaje en su obra la mar de conveniente. La familia debería ostentar dos mil haciendas y no este casco viejo que se cae de tanta porquería. La Nueva España, ja, me da lo mismo que se llame Virote de los reyes”... Desde que tengo uso de razón, esa es la cantaleta de mi madre, a todas horas, en todos los momentos de la vida. Hasta en sueños, lo juro, su única temática posible es la tal ascendencia del Castillo.
Fui educado en la más rigurosa cercanía con los temas históricos que nacen a mis pies y desembocan en el otro costado del océano. Conozco más que bien el personaje al que alude mi madre en sus historias. Pero para ser fiel al dudoso motivo de este escrito, debo también decir que la proclividad de aquel sujeto a la adulteración de lo verídico y su testarudez en la defensa de sus obnubilados comentarios, es –puntualmente- observar a mi madre ante un espejo: ella que no lo es por natural, por infundio ha ganado el del Castillo. En todos mis estudios no ha surgido aún el dato que nos ligue al memorable autor y combatiente, más que lo accidental del apellido. Mi madre dice que sus fuentes no puede revelarlas pero que son confiables y precisas.
Y como no creerle, si más que de un lugar en específico o de herencia lejana y complicada, provengo de mi madre, por extraña que sea o que parezca: de eso sí, no hay ninguna duda.