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ISSN 1989-4163

NUMERO 68 - DICIEMBRE 2015

El Último Poema de Mishima

David Torres

 

La mañana del 25 de noviembre de 1970, el escritor Yukio Mishima envió a su editor el texto de La corrupción de un ángel, novela que cerraba la tetralogía El mar de la fertilidad, y se dirigió en autómovil junto a cuatro miembros de la Tatenokai (un grupo paramilitar que ensalzaba los valores tradicionales del Japón) al cuartel general en Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa japonesas. Durante el trayecto, pasó junto el colegio donde su hija de once años recibía clases. En el cuartel había concertado una cita con el general Mashita y, una vez en su despacho, aprovecharon que Mashita estaba examinando una katana del siglo XVI que el escritor llevaba al cinto para amordazarlo y atarlo a una silla. Después de una seria escaramuza, en la que llegó a herir a doce militares con la espada, Mishima expuso sus condiciones: soltaría al rehén si las tropas se reunían en el patio para escucharlo.

Entre un caos de ambulancias, helicópteros, policías y unidades antidisturbios, los soldados se van agolpando bajo el balcón desde el que empiezan a caer las octavillas con el discurso de Mishima. El escritor sale a la terraza, sube al parapeto de un salto y empieza una arenga sobre la decadencia del país, pero sus palabras son interrumpidas por los silbidos e insultos de la tropa. “No vale la pena seguir” murmura. Mishima y su fiel ayudante Morita gritan tres veces: “¡Tenno Heika Banzai!”, regresan al despacho y cierran las ventanas. Se quita el reloj, se desnuda, se arrodilla y coge la daga con la mano derecha mientras con la izquierda masajea el punto donde entrará el acero. Detrás de él, Morita, temblando, levanta la katana. Mishima vuelve a gritar tres vivas al Emperador, inspira a fondo y se clava la daga que cruza su abdomen de izquierda a derecha siguiendo el ritual milenario del seppuku. Su cuerpo cae hacia delante, con lo que Morita ya no puede ejecutar limpiamente la decapitación. Falla por tres veces y, completamente desquiciado, le entrega la katana a Hiruyasu Koga, que corta primero la cabeza de Mishima y luego la de Morita.

He aquí, con ciertos escalofriantes detalles, la ceremonia de la muerte de Mishima según se relata en Mishima o el placer de morir, el brillante análisis de Juan Antonio Vallejo-Nágera que supone uno de los mejores intentos para explicar la compleja psicología del escritor. Los detalles son esenciales porque, a diferencia de otros suicidios, el de Mishima no tiene nada de prisa ni de improvisación. Se trata, al contrario, de un acto cuidadosamente ejecutado y planeado durante años. Lo escribió en diversos libros, lo estudió junto a sus camaradas de armas y llegó a interpretarlo en la película El rito del amor y la muerte. “Creo que no me han entendido bien” fueron sus últimas palabras, poco antes de lanzar las tres últimas vivas al Emperador. Mishima quiso dotar a su seppuku de un claro significado político, pretendía que su sangre indicara un camino para que el Japón recobrara su pasado y su orgullo.

Sin embargo, la sangre acabó por mancharlo todo. En ese horripilante sacrificio había también profundas razones personales, exhibicionismo, masoquismo, culpa, narcisismo, homosexualidad. En Confesiones de una máscara, el temprano libro de memorias que lo puso en la primera línea de la literatura japonesa, Mishima contaba la conmoción que sufrió al ver el San Sebastián de Guido Reni, atravesado por dos flechas, y cuya visión desembocó en un involuntario orgasmo. De constitución frágil y enfermiza, el joven Mishima fue rechazado por el ejército para servir en la Segunda Guerra Mundial, una humillación que no superó jamás. Dedicó el resto de su vida al estudio de las artes marciales, en especial el kendo y el karate, y a forjar mediante rutinas de pesas y ejercicios un cuerpo perfecto, apto para el martirio. “Al fin logré un cuerpo, un verdadero cuerpo, y al conseguirlo me dominó la pasión por mostrarlo”. Lo hizo en centenares de fotografías, muchas de ellas con el torso desnudo, y en la más célebre de todas, la que imita el San Sebastián de Guido Reni, añadió una tercera flecha en el flanco izquierdo de su musculado abdomen, justo el punto donde años después iba a penetrar la daga.

Por tres veces fue candidato al premio Nobel pero al final no lo obtuvo él, sino su mentor, Kawabata. Los periodistas que esperaban en su casa la noticia dieron fe de su reacción al descolgar el teléfono: “No he sido yo, ha sido el maestro Kawabata”. Y fue el primero en felicitarlo. El propio Kawabata (que, curiosamente, también se suicidaría años después, aunque de forma más discreta) comentó: “No entiendo cómo me han dado el premio Nobel a mí en vez de a Mishima. Un talento como el suyo sólo aparece una vez cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”.

Es una exageración aunque, para comprobar ese don, basta con hojear no ya sus libros, sino sus títulos, quizá los más hermosos de la literatura: El marino que perdió la gracia del mar, El pabellón de oro, El templo del alba, Nieve de primavera, Caballos desbocados. En esa última novela, ambientada en los años treinta y profética en muchos sentidos, un grupo de estudiantes pretende resucitar la “Liga del Viento Divino”, la heroica rebelión de los doscientos samurais que en 1876 se lanzaron con sus espadas desnudas contra un acuartelamiento armado con cañones y fusiles. En el bellísimo final, el protagonista, en lo alto de un acantilado, acosado por la policía, está esperando a que amanezca para cometer un seppuku con el sol naciente. Pero, no hay tiempo, los perseguidores se aproximan, clava la espada en su vientre, en medio de la oscuridad, y “el sol estalló detrás de sus párpados cerrados”.

Antes de marchar hacia su martirio, Mishima dejó escrito su jisei no ku, el poema ritual que un guerrero debe componer cuando le llega la hora de morir. No sé de ninguna traducción al castellano de ese último poema de Mishima excepto ésta, obra de mi amiga Teresa Medina, que apareció hace años en la revista Ariadna:

Las fundas de las espadas se agitan

tras años de espera.

Hombres valientes parten

a caminar sobre la primera helada del año.

 

 

 

Mishima

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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