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ISSN 1989-4163

NUMERO 08 - DICIEMBRE 2009

 

Feliz Navidad (Metralla 80)

Jesús Zomeño

Es Navidad. Las palomas no traen la paz, sólo traen los comunicados del frente, el testimonio de que la guerra continúa.

Yo le tengo miedo a la guerra y por eso me alimento de las palomas que traen las buenas noticias, de las que me dan esperanza.

Es cierto, las cojo y les retuerzo el cuello hasta que quedan tiesas, después me las como. Pero lo hago sólo con las palomas buenas, con las que traen alegría y esperanza en sus mensajes propicios.     

Mi hermano me ha escrito desde Ypres para contarme que a Julien, nuestro amigo que de niño se comía crudos los huevos de serpiente, le entraron ganas de orinar y se alejó un poco del grupo. Apenas unos metros más allá dentro de la trinchera y estaba haciéndolo cuando sintió que le clavaban un cuchillo por la espalda, pero no pudo dejar de orinar y se concentró en acabar pronto. Supuso que era hombre muerto y que ya no tenía importancia defenderse, por eso decidió vaciar del todo la vejiga. El mismo asombro debió sentir el soldado alemán al ver que éste no reaccionaba y al sacarle el cuchillo prefirió no insistir en esa muerte que no parecía tener sentido. Al resto de la patrulla francesa los degollaron mientras forcejeaban e intentaban gritar. Jacques siguió orinando hasta que los alemanes regresaron a su trinchera. No había disparado ni alertado a los demás. Lo fusilaron por cobarde. Mi hermano cuenta en su carta que por sobrevivir Julien se orinó delante del pelotón por si el hechizo se repetía.

Las palomas traen un mapa en su estómago, la guerra para ellas sigue la línea de su intestino. Vuelan pero no son libres porque les ata el hambre. No han leído la Biblia, ni entienden de diluvios ni de la belleza del vuelo. No les importa la esperanza que depositamos en ellas, ni siquiera conocen la diferencia que hay entre Dios y un saco de trigo. Lo único que les importa es el hambre que les permite seguir volando.

Mi padre me escribe para quejarse de que cuida de la tierra y de los animales, de que las lluvias han perjudicado la cosecha y que parece vayan a mantenerse hasta  mayo los aguaceros, que el barro anega los caminos y que nadie le visita, que se le murió el perro y que ha tenido que recoger otro, un perro viejo de esos que bajan la mirada y que pasan el día cerca del fuego. Cuenta mi padre que al perro no le ha puesto nombre y que no le hace falta porque él sólo tiene ese perro y el animal no tiene otros amos. Nos advierte a mi hermano y a mí de que una de las sillas se ha roto pero que comprará otra cuando acabe la guerra. Le odio. Estoy seguro que él mismo ha echado la silla al fuego para prevenirse de que alguno de sus hijos no regrese. Quiere acostumbrarse a tener delante una silla sólo. Incluso sentiría alivio de no tener ya que comprar otra si le dan la noticia de que mi hermano o yo hemos muerto. Si eso ocurre, romperá la otra silla para no esperar a ninguno y si muere el segundo olvidará los nombres de los dos.

Una paloma cabe en un bolsillo. Nadie se da cuenta, son tantas las  que lanzan y las que mueren antes de llegar, que nadie echa en falta medio kilo de carne y huesos dentro de una olla. Su fortuna me alimenta, pero no puedo equivocarme y tengo que estar muy atento cuando llegan porque después las palomas buenas apenas se diferencian de las que han traído malas noticias. La gracia de Dios brilla un instante y no deja más huella que la ansiedad de los que han sido testigos, por eso persigo con cuidado a las palomas favorecidas.

El párroco cuenta que Lazare Bouchard, el hijo del sastre, abrió el estómago de un alemán con la bayoneta y encontró dentro una figura de la virgen limpia de sangre. En su conciencia el sacerdote no sabe cómo interpretar el hallazgo porque la señal es equívoca. El problema es que a Bouchard lo mataron al poco tiempo y ahora nadie sabe si aquella noticia es auténtica o una broma. El párroco comparte su desolación con los feligreses que estamos en el frente por si alguno le ayuda con una señal. Las tijeras del padre ya preparan el hábito para vestir a su hijo como santo en una capilla lateral de la iglesia.

Las plumas rellenan mi almohada, sostienen mis sueños. ¡Qué contradicción teniendo en cuenta que hace tiempo que no duermo! He roto el fondo de mis bolsillos, ya no contienen nada, todo me cae al suelo y queda atrás a cada paso que doy. Cuando acabe la guerra no volveré. Nada me retiene cuando avanzo. Las palomas tampoco conocen el camino ni saben leer mapas, tan sólo tienen hambre.

Mi amigo Réjean  manda un paquete de picadura y un mechero para decirme que ha dejado de fumar porque llueve mucho en su trinchera, que ha perdido el capote y se cubre con un poncho de hule amarillo. Su mujer está embarazada, desde hace cinco meses le crece a ella un niño dentro de la barriga mientras él se entretiene haciendo muñecos de barro que deshace la lluvia. Le falta espíritu para sobrevivir, puede que la guerra acabe antes de que haya muerto pero aún así será tarde para él. Su esposa le es infiel, aunque no parece que a Réjean le importe demasiado porque no está enfadado con ella y le sigue enviando dinero. Hace tiempo que el hombre no se corta las uñas, las deja crecer, le gusta mirarlas, ver cómo crecen sin que nada lo impida. Ha enloquecido y repite que las uñas son lo único que aún puede crecer en sus manos...

Esta es mi correspondencia de Navidad. El tabaco de Réjean está mojado, ni siquiera prende cuando le arrimo una cerilla. Nada sirve para nada. Debe hacer mucho frío dentro de la iglesia por la noche, pobre Bouchard.

Tengo miedo  de que se acaben las palomas, de que no lleguen más mensajes favorables, miedo de no tener hambre. No me queda esperanza y sólo me alimentan las palomas que traen buenas noticias. Cuando deje de tener hambre ni siquiera comeré palomas.

 
 

Buñuel

Ilustración: Miracoloso

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