(AN OBSERVATION ABOUT KING CRIMSON)
“Este grupo sólo tuvo un momento de paz verdadera improvisando, que fue algo que hicimos sólo con violín, bajo y guitarra en un concierto en Amsterdam. La mayor parte del tiempo nuestras improvisaciones surgen del horror y del pánico”.
¿Horror por qué? ¿Pánico de qué? Ante estas palabras de David Cross, violinista del grupo en la primera mitad de los setenta, recordé la primera vez que escuché música de King Crimson. Tendría 13 o 14 años y en una mala copia de cassete sonaba el gamelan inicial de Lark’s Tongues in Aspic, una de las grabaciones esenciales de los setenta y tal vez, (sólo tal vez) la obra maestra del grupo. Era una música suavísima, lejana, con una percusión extraña, acariciante y los acentos misteriosamente desplazados. Muchos años después, cuando pensaba escribir una novela sobre una asesina en serie que se quedó, como tantas otras cosas, en un proyecto y unas cuantas notas, se me vino a la cabeza, como un mazazo, el ostinato de violín de Lark’s Tongues in Aspic, y lo imaginé de inmediato como una especie de banda sonora mental de la sanguinaria protagonista de mi historia. El tema en sí mismo no puede ser más simple: la repetición en stacatto de una sola nota en el violín sostenida, de pronto, por un aullido remoto de la guitarra. Nueve minutos y varios universos después se invierten los papeles: la guitarra golpea estoicamente sobre una única nota mientras el violín inicia un vuelo desesperado, como una golondrina ciega destrozándose las alas en una habitación cerrada. Nada más y sin embargo, se trata del momento más angustioso y desamparado que haya producido el rock, una música absolutamente inenarrable. ¿Por qué yo asociaba un pasaje musical de King Crimson con una psicópata turbulenta? ¿Era sólo una impresión mía y de un par de amigos más, tan perdidos como yo, o en verdad la música del Rey Carmesí se movía en territorios no explorados por ningún otro artista de música popular? Es cierto que Bruce Springsteen en Nebraska o Genesis en The Knife se mueven en tierras sombrías, pero Gabriel y sus muchachos no va más allá de una recreación retórica y en la canción que el Boss dedica a un asesino en serie el verdadero espanto está en la letra, no en la música, que no pasa de ser una balada triste y doliente digna del mejor Springsteen.
En el caso del Rey, el sentimiento de extravío, de desasosiego, de puro pánico, que diría Cross, proviene directamente de la música, bebe en las raíces sonoras de un árbol cuyos frutos sólo ahora estamos empezando a comprender. Hay que escuchar The great deceiver, la cuádruple caja que contiene algunos de los más memorables conciertos del grupo durante los setenta, para comprender que la afirmación de Cross es exagerada, que no sólo es Trio, que durante la improvisación titulada Daniel Dust, en 1974, en Pittsburg, el grupo rozó otra vez la armonía y la belleza, respiró la paz, se relajó tocando. Muchos piensan (y yo entre ellos) que ahí King Crimson alcanzó su encarnación más sólida, la perfección irrepetible: Robert Fripp, a la guitarra; John Wetton, voz solista y bajo; David Cross, violín y Bill Bruford, batería. Todo estaba compensado: la dureza de la guitarra de Fripp con el violín místico de Cross, el bajo profundo y estremecido de Wetton arropado por la percusión de Bruford. Y cuando Wetton –uno de las timbres más potentes y cálidos que haya dado el rock– cantaba, en su voz latía algo así como un vuelo de águilas, una tristeza de amanecer o de crepúsculo, un rocío de bosques recién nacidos. Fripp, la cabeza pensante de King Crimson, había estado buscando durante años y años, durante seis discos plagados de canciones irrepetibles, hasta que dio con la monarquía perfecta. Sin embargo, el equilibrio duró poco, exactamente dos discos más: el extraordinario Starless and the Bible Black, un ejercicio de esquizofrenia medido al milímetro,y el fabuloso Red, con el cuarteto convertido en trío, aunque el violín de Cross se escuchaba justo donde debía escucharse, al igual que el saxo de Mel Collins, otro de los viejos reyes destronados. Red se abría con el tema del mismo nombre, heavy metal a la Fripp: una auténtica profecía de futuro, una cabalgada de guitarras sincopada y repetitiva, aparentemente caótica pero calculada hasta sus más mínimos detalles, una estructura que Fripp repetiría en los temas de apertura y cierre de Thrak, una obra publicada veinte años después de Red. Sin embargo, después de Lark´s Tongues in Aspic y de las giras triunfales y agotadoras del 74, era evidente que el rey estaba exhausto.
Esa época de King Crimson, se cerró con Starless, tal vez la canción más hermosa y desoladora de la historia del rock, una suite de doce minutos que comienza con una balada tristísima para progresar a través de un desarrollo implacable, cruzando mares y desiertos, hasta volver a la misma melodía del inicio, aullada, magnificada: un retorno al pasado, una alegoría del destino. El círculo se había cerrado; Fripp tuvo miedo (es otra manera de decirlo) y disolvió el grupo justo cuando acababa de cerrar la trilogía más grande de los setenta. No se podía ir más allá sin romper ese equilibrio precario que les permitía perderse por los territorios más sombríos y desolados y regresar trayendo en los brazos mensajes de redención tan hermosos como Book of saturday, The night watch o Fallen angel. Cuando Fripp volvió a llamar a Bruford a comienzos de los ochenta, no sabía que estaba rehaciendo el manto real: en un principio el grupo (que contaba ahora con Adrian Belew a la voz y a la guitarra, y con Tony Levin, al bajo) ni siquiera iba a llamarse King Crimson, sino Discipline, el nuevo estandarte del rey y un recuerdo mnemotécnico de los años de retiro y aprendizaje de Fripp en una escuela de pedagogía musical. Sin embargo, fue la primera obra del grupo la que terminó llamándose Discipline: el grupo, a pesar de sus diferencias evidentes con sus avatares de los setenta, seguía siendo King Crimson. Sin embargo, esas diferencias eran muchas: ritmos sincopados, ritmos de amalgama, racimos de corcheas y semicorcheas, escalas cortadas, sonidos secos y cortantes. Incluso en la estética de las carátulas se veía que el rey había emprendido un nuevo camino, más austero, más cerebral, más luminoso.
Disciplina, ahí estaba el secreto. Era evidente que, fuese en sus ejercicios en el mástil o en sus meditaciones solitarias, Fripp había aprendido a dominar sus demonios, a encerrar sus fantasmas en estructuras cerradas, cárceles de rápidos compases y ritmos resplandecientes, pero ¿a qué precio? A cambio del nuevo territorio conquistado, del brillante virtuosismo ganado a pulso en horas y horas de ensayos y trabajo, el nuevo King Crimson había perdido no sólo espontaneidad y frescura, sino también el filo de la cuchilla, la terrible, desconocida zona de tinieblas donde el cuarteto de los setenta podía extraviarse en una desbocada improvisación colectiva en medio de su propio terror, pero también producir un momento musical de única y antes no escuchada belleza. Era a todas luces evidente que, a pesar de la desolación de Requiem, o de la turbulencia intolerable de Neurotica, el nuevo avatar del monarca era incapaz de improvisar con la gracia y la desinhibición de antaño y, sobre todo, de pergeñar aquellas baladas legendarias, las canciones de cuna de la nada. A fuerza de perfeccionarse, de evitar errores y de transfigurarse en una gramática musical implacable, King Crimson había perdido la inocencia. Después de una trilogía técnicamente irreprochable (Discipline, Beat y Three of a perfect pair) y justo cuando el grupo estaba llegando cada vez a mayores audiencias, convirtiéndose de nuevo en un fenómeno de masas, Fripp volvió a decapitar al rey.
El nuevo interregno duró esta vez diez años, los que tardó Fripp en adquirir la visión del doble trío (dos guitarras, dos bajos, dos baterías: una de las formaciones más extrañas del rock) y en ser capaz de materializarlo. Pero ni en el doble trío (Fripp, Belew, guitarras; Levin, Gunn, bajos; Bruford, Mastelotto, percusión) ni en el nuevo cuarteto (sorprendentemente, Bruford y Levin fueron excluidos) el rey halló la paz. Vroom y Thrak, los dos evangelios del sexteto, son dos muestras del caos controlado al que sólo King Crimson puede someter al rock, brillantes ejercicios de demencia contenida donde el rey sigue ocultando sus fantasmas. Pero los fantasmas son por definición inapresables, regresan entre y a través y bajo y sobre las cadenas impalpables de la música, y a pesar de la fractalización del grupo (los cuatro ProjecKts donde la realeza ha dado un golpe de estado contra sí misma, fragmentándose en cuatro terroríficas repúblicas), a pesar de los momentos de búsqueda desenfrenada sobre el escenario, a pesar de las declaraciones de un Fripp convertido en maestro zen, es ahora más evidente que nunca que los fantasmas de la devastación y del terror han vuelto. El pánico se ha desatado, ha escapado de sus sogas cristalinas de síncopas y corcheas y ya nada puede detenerlo. Se acabaron las baladas, se acabaron los remansos de calma, las suaves, tristes islas en medio de un océano furioso. El demiurgo capaz de escribir Islands, capaz de escribir Epitaph, ya no tiene un solo momento de paz.
En The Power to Believe, la hasta ahora última obra del grupo, y sobre todo en sus últimos conciertos, es posible vislumbrar el insomnio del rey, el miedo a la noche ciega, el temblor de la cabeza real descansando sobre una almohada donde planea, invisible, pero tan perfectamente recortada como la sombra de un hacha, el filo del silencio.