-¡Ándele y que reviente el prieto!
El negrazo devora ante los asombrados ojos del paisanaje del puerto de la Veracruz. Mestizos, indios, mulatos, cuarterones y zambos se arraciman alrededor del portento encadenado. Achicharra el sol y nadie se mueve, hiede el aire y nadie se cubre los orificios por donde la pestilencia transita a sus anchas.
Sentado en el suelo, entre orines y otros humores, el esclavo trajina los bocados de algo que fue manjar. Semanas en la sentina y el hambre atroz adormecen el seso y hasta la gana de cristianos y gentiles, pero no han podido doblegar al salvaje. Come desde el amanecer de la víspera, cuando a latigazos fue desembarcado. Un pescador arrojó a sus pies las entrañas de un marrajo recién destripado. El negrero no pudo impedirlo: aquel furor animal se zampó las gelatinas en un oremus. El prodigio debió caer en gracia al pirata portugués y llamó a un indio que limpiaba pescado en el muelle. Y luego unos mozos de cuerda que descargaban barriles de arenques hicieron rodar la tina que custodiaba además algunas ratas. De este extraño modo fueron llegando viandas a lo largo de nonas, vísperas y maitines para quien no valía ni una limosna ni una oración en esta Villa Rica de la Veracruz: panes duros, tortillas revenidas, jitomates mohosos, huevos pestilentes, chiles secos, papayones ampollados, carnes verdeazuladas, mantecas rancias, leches cortadas y quesos antiguos.
- Pues y que ni se enchila el endemoniado…
El negro sigue devorando, los ojos en el más allá, ajeno al revuelo de ponchos, huipiles y jipijapas. Mientras engulle sabe que sus padres y los padres de sus padres y todos sus antepasados hasta el primer padre lo recibirán en la tierra más allá del sol. Y llegará fuerte y pleno y saciado. Saciado por la sagrada savia de la madre tierra que en sus frutos se manifiesta: tan sagrada que nunca, nunca, ningún hijo suyo la despreciaría en ninguna de sus manifestaciones.