“Ya nos quitaron la tierra y el sol,
nuestras riquezas y la identidad.
Solo les falta prohibirnos llorar,
para arrancarnos hasta el corazón”.
Víctor Heredia
La tierra tiene frío. El maíz, alimento sagrado que da la Pachamama, escasea, y las lluvias de diciembre no llegan. Ya no quedan granos por moler, lo poco que había ya es polvo, blanco, fino y noble.
Tayel, en silencio, enciende el fuego y pone la gran olla encima. La Machí dice que algo funesto está por llegar. Que el viento pampero trae ecos de dolor y soledad. El agua esta caliente, el joven cocinero vierte la harina y añade un puñado de sal, toma la cuchara de madera y comienza a revolver lentamente.
El Gran Jefe Butapichón, se reunió con los hombres del consejo un poco más allá de la alameda. Luego se unieron al resto y en silencio bebieron vino alrededor del fuego. Sabían que eran los últimos en resistir por estos lugares.
Tayel sigue con su pequeño ritual, corta en pequeños trozos la carne roja y en cuadrados las últimas batatas del huerto. Lo incorpora a la olla y debe seguir revolviendo por el espacio de una hora sin parar.
En la quietud de la noche, lo único que se oía eran las risas de los niños y el ladrido de unos cuantos perros flacos.
El guisado hierve, ya está casi listo. La Machí, se acerca, realiza una plegaria al cielo y agrega unos yuyos que según sus palabras “traerán paz”. El joven va en busca de los cacharros para servir. Hoy sólo comerán las mujeres y los niños. El Gran Jefe distribuyo la cena, agradeció a la tierra por lo que les daba y pidió perdón a su pueblo por defraudarlos. Comenzaron a cenar en silencio.
Desde afuera llega un grito de alerta, los hombres salen y se ponen en sus puestos aguardando la irremediable llegada. Cuando los blancos alcanzan el campamento, tiran sus antorchas sobre las tolderías y comienzan a luchar. Butapichón, a grito de odio corre hacia los invasores y pelea ferozmente, un blanco por la espalda le clava un cuchillo y lo deja en el piso agonizando En medio de la confusión, comienza a llover, y el agua va lavando la sangre que brota como manantial de los cuerpos que yacen en la tierra.
El conquistador, entra a la tienda mayor, y ve a las mujeres y niños con sus cabezas apoyadas sobres sus platos, como si estuvieran dormidos. Tayel, que está parado en una esquina, lo mira y le dice – ellos ya no están. El Conquistador se acerca, le corta la yugular y se va.