El hombre que vio caer a Deleuze es uno de esos libros híbridos cuyo contenido intenta huir de la tentación del poema (no en vano su autor ha publicado seis poemarios) pero que tampoco quiere constituirse plenamente en una sucesión de relatos al uso. Su naturaleza discursiva se apoya en no pocos recursos poéticos y metaliterarios, así como en ciertos meandros filosóficos (deformación profesional del autor, por otro lado), urdiendo un conjunto de fragmentos que juegan con el estereotipo del perdedor y los tópicos americanos del road movie (moteles, el jazz, largas carreteras, canciones de Tom Waits, enigmáticas mujeres, etc). El valor concreto y esencial de las palabras, la frase corta, los guiños a Borges, a Lobo Antunes, a la Comala rulfiana o al trompetista Lee Morgan podrían apuntalar también lo dicho más arriba. Pero lo que define al libro quizá sea la voz que lo recorre entero con una cadencia casi idéntica, porque los personajes de esta obra (que en realidad son uno y el mismo siempre) viven abandonados al presentimiento de la cercanía de la demencia. Desde el mismo título, haciendo referencia explícita al suicidio del filósofo francés Deleuze, la locura asoma en la mayor parte de estas prosas, siempre como escusa para defender no tanto un estilo concreto o una lucidez particular, sino más bien para fotografiar de un modo visualmente periférico todo un estado de ánimo. Un año más el Premio Cafè Món ha apostado por una literatura distinta, ajena al mercado, que podrá conectar o no con el lector medio, pero que es válida en sí misma por su riesgo estético.