Y, de nuevo, ansioso en mi trinchera, observo el transcurrir incierto de la vida. Diciembre aguarda silencioso, con sus fastos en lontananza. Mis pensamientos poco importan, poco pesan; humo sobre humo en todos mis poemas, rastros de rostros que se repiten en todos y cada uno, en cada uno y en todos. Piedras lanzadas al agua, círculos concéntricos sin solución de continuidad. Sueños, memoria sin movimiento, días que se acortan sin que nadie lo remedie. Fin del otoño amarillo en las hojas caídas que arrastran mil pasos indecisos por la ciudad insolente y arcana con sus coches herrumbrosos que circulan como sangre seca por sus avenidas. Otoño, aún, en mi silla, mis brazos, mis manos de hoja, mi cabeza, fatal osario benevolente, trazas de experiencia que envejecen el rostro adulto, otoño en mis piernas cansadas. Otoño en mis sienes, ocaso de la ingenuidad ligera que me ha sido confiada a bajo coste por los que me precedieron y esos, los que la venden y en su comercio trocan la juventud sin señas en vejez herida y escéptica. Porque esos no han sido capaces de convencernos. Esos que jamás preguntan ni cuestionan la insoportable contingencia, absortos en la cuarentena que a todos nos tiene recluidos en la estrechez de la cárcel de nosotros mismos que medramos con el estómago lleno y la Visa a plazos mensuales. Y en la estrechez de la cárcel de nosotros mismos, arañamos con nuestras uñas rotas las paredes, intentando medir lo que no tiene mesura, intentando detener lo que no cesa en la oscuridad devoradora que se cierne sobre techos y tejados, sobre las vidas y las muertes. Un nuevo y viejo otoño, un otoño que muere y que ya está acabando en la sucesión infinita de quién sabe qué.