Me gusta leer a Ibán Zaldúa (la “b” de su nombre no es una paletada mía, sino la variante euskaldún del nombre) de tanto en tanto. No sólo porque me permite establecer un cierto grado de conexión con mi tierra, sino porque en muy pocas páginas consigue que me congratule de haber tomado distancia, de vivir en el Mediterráneo, a mil kilómetros de historias y planteamientos morales que empiezan a hacérseme extraños. Al protagonista de su última novela comienza a ocurrirle lo que hace años nos sucedió a miles de vascos que escogimos el exilio voluntario: el aire que en ese momento se respiraba en Euskadi era demasiado “espeso”. Súmese a lo anterior el fin de una tregua etarra y el punto de arranque del texto está servido.
El planteamiento de La patria de todos los vascos es ocurrente: un profesor cree ver en el último Zutabe de la banda amenazas veladas hacia su persona. Tal vez sea una paranoia personal o el modo de iniciar una huída hacia delante, pues nadie en su entorno percibe esa amenaza, ese peligro incierto que a él le quita el sueño. Un repentino hastío por todo lo vasco le conduce a aceptar una invitación de la universidad de Alaska, donde desempeñará, temporalmente, el cargo de profesor de Historia del País Vasco. A nadie se le escapa, sin embargo, que su vida personal también hace aguas, y que la ocasión, dadas las circunstancias, la pintan calva.
Dado que su asignatura es optativa, sus compañeros de aventuras sociológico-culturales serán un puñado de ignorantes alumnos —el tópico de la estupidez del alumnado americano se repite, también los tics que se nos mostraron en la cautivadora serie Médico en Alaska— que no dudarán en situar a Euskadi en pleno Cáucaso. Desde el primer día, Joseba, el imaginativo profesor, comprenderá dos cosas: que en realidad no hay mucho que contar y que, dada la incultura de sus oyentes, puede, perfectamente, dar un tratamiento fantasioso a la asignatura, dado que nadie se percatará del engaño. Y eso es lo que hace: manipula y crea una identidad colectiva muy mejorada. En un acto de honestidad sin precedentes, Zaldúa llega a afirmar, entre otras perlas, que «La historia de la literatura en vascuence es una de las más decepcionantes del todo el hemisferio oriental».
Mientras ignora todos los e-mails que le conectan con su tierra y se va familiarizando con el bellísimo entorno de Anchorage, Joseba convertirá a “sus vascos” en un pueblo ancestral, misterioso e indomable. En lo tocante al euskera, su labor tendrá más de ocultación de datos —por ejemplo, que más del 60% de las palabras vascas proceden, inequívocamente, del latín— que de simple desvarío. Recurriendo al humor y a la ironía, recursos en los que Zaldúa se maneja con comodidad, los habitantes de Euskal Herria acabarán conectados con la mítica Atlántida, levantando las piedras de Stonehenge o llegando a costas americanas mucho antes que Colón. La historia, maquillada y recreada a placer, nos parece simpática, sin por ello olvidarnos del hecho de que, efectivamente, en muchas ocasiones los vascos más radicales han inventado una identidad y un pasado diseñados en función de sus pretensiones políticas. No hay que olvidar que quien se cree “distinto”, raramente se cree inferior, presentando esa supuesta diferencia como un rasgo de superioridad incuestionable.
Con La patria de los vascos y sus nada pedagógicos anzuelos, Ibán Zaldúa consigue arrancarnos una sonrisa, desdramatizar el problema de los nacionalismos mal entendidos y recordarnos que la manipulación ideológica acaba, frecuentemente, convirtiéndonos en extraños en nuestras propias vidas.