El urbanita no se hace hasta que no se monta en un tranvía. Porque si en el autobús se sube y se baja, con lo que ello conlleva de torpeza y de inseguridad, en el tranvía se entra y se sale con un toque de distinción y un gesto sofisticado, casi neoyorquino.
Las escaleras no son amigas nuestras. El más mínimo escalón nos desconcierta y compromete. La masculinidad, en su peor sentido histórico, siempre se ha visto en entredicho, porque, bajándolas, hasta John Weine se contorneaba y, subiéndolas, sólo Gary Grant, con su larguísima americana, disimulaba el culito. Las mujeres sabían bajar las escaleras con elegancia hasta el siglo diecinueve. En el veinte sólo supo bajarlas Grace Kelly. Por eso la eligió Rainiero. Fue una mutación imperceptible la de Grace en Carolina debido a su refinado entremaniento en el ascenso y el descenso. Y fue muy justo elegirla para darle uso a las únicas escalinatas distinguidas que quedaban en activo: las de Montecarlo.
Tengo una amiga que sabe bajar y subir escaleras al modo de las condesas y las institutrices clásicas. Lo curioso es que también sabe subir y bajar cerros, collados y rocalla como una verdadera cabra. Yo le tengo dicho que ella es la síntesis que busca la mujer. Tal vez la humanidad.
Yendo al grano. En el tranvía renace lo más elegante de nosotros mismos. Un cronómetro oráculo anuncia su llegada con precisión determinista, lo cual nos exime de aplicar en la espera nuestro habitual método hipotético deductivo, tan neurotizante. Los pasajeros que no encuentran asiento libre, no se ven obligados a viajar semicolgados de las barras paralelas en actitud prehomínida, sino que tienen la opción de sujetarse a una barra vertical con el garbo de un streper. Resurge también el lector alerta: esa modalidad de lectura que mantiene la atención en el umbral de la tensión sin caer nunca en la relajación cercana al sopor del lector hogareño. El viajero lee ojo avizor. Se deja llevar por la trama y por el vehículo, pero no cede ante ninguno; antesbien sigue leyendo en paralelo la realidad: los rótulos, los rostros, los avisos. Y cuando toma la decisión de apearse toma a su vez la decisión de cerrar el libro. Entonces dobla una de sus hojas, lo introduce en su bolso, portafolios o mariconera, y muy elegantemente, sin bascular ni empujar, se situa en la plataforma de salida. En un autobús todos parecen paracaidistas antes de dar el salto: sus rostros alterados, su mirada inquieta, los movimientos de sus manos realizando las últimas comprobaciones. En el tranvía se sabe que salir es deslizarse serenamente por un tránsito de rosas. Aunque la realidad esté ahí fuera.