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ISSN 1989-4163

NUMERO 08 - DICIEMBRE 2009

 

Personajes con Efectos Secundarios

Jordi Macarulla

El día que presentó su primer libro el escritor novel tuvo la precaución de reservar parte de su discurso ante una nutrida audiencia formada por familiares, amigos, conocidos, y algún que otro transeúnte que por allí pasaba, a justificar las posibles coincidencias de contenido de sus cuentos con la vida real. Explicó que el arranque de sus historias estaba en las realidades que palpitaban en su entorno e insistió en que si alguien podía reconocer experiencias propias en alguno de los argumentos, o en alguna ramificación de esos argumentos, extraídas de confidencias en el sigilo de conversaciones de barra de bar o de trayectos nocturnos de regreso al volante de un coche, o si acaso se viera reflejado en la propia configuración del algún personaje, algún rasgo físico que lo identificara, algún comportamiento confesado en voz baja, sólo eran puntos de partida sin voluntad alguna de venganzas ni desprecios. Alegó incluso en su defensa qué él mismo era el principal inspirador de las situaciones no precisamente heroicas que vivían sus personajes y defendió, sin caer en aquello de que los parecidos entre realidad y ficción eran pura coincidencia, que sólo tomaba modelos y que luego la ficción, la invención, lo llenaba todo. Que así estaban hechos sus cuentos.

Aunque esa justificación la hizo ante el foro en el que reconocía al mirar a los presentes a más de dos y de tres de aquellos a los que les había usurpado algo para inyectarlo en sus personajes inventados, de los que se había apropiado de alguna de esas revelaciones más o menos secretas, pensó que la mezcla de veracidad e inocencia de su declaración desactivaría cualquier efecto secundario no calibrado, cualquier posible herida. Pero las llamadas con estela inquietante posteriores a la presentación de los que creían identificar en tal o cual personaje malvado a aquel que ambos conocían, los silencios en determinadas reuniones familiares, la total ausencia de cualquier alusión y la condena en según qué círculos a no mentar jamás al libro ni al hecho de haberlo escrito, al menos en su presencia, el distanciamiento irreversible con determinadas personas antes cercanas, le hizo pensar que no habían valido sus excusas y que las heridas serían inevitables.

Como una maldición por tales osadías, el libro apenas llegó a establecimientos y librerías, y se vendió sólo en círculos reducidos de amigos y allegados sin poder llegar a saber cuantos desconocidos más allá de su dominio tendrían noticia de su existencia. Nunca llegó a tener reseñas en los medios, ni escritos ni electrónicos, ni en forma de alabanzas ni en forma de críticas feroces. Como si una reprobación malévola y oculta lo condenara al olvido, como si de eso se tratara la condena que alguien poderoso le hubieran dictado. Sin más boca a bocas ni reediciones que pudieran alargar la brevedad de su vida, el fogonazo del relámpago se fue apagando.

El escritor novel tuvo que sentarse un día a hacer autocrítica, pasada la resaca y con las referencias a su libro desapareciendo ya de las conversaciones. Hizo una especie de balance de pérdidas y ganancias, de pérdidas afectivas y ganancias inmateriales. Pensó en crisis matrimoniales, en amigos evasivos, en cuñados irritados, en daños colaterales, en decepciones ajenas, en distanciamientos eternos y en arrebatos escondidos detrás de los silencios, en desconfianzas y aislamientos, en incomprensiones. Pero pensó también en los recuerdos y las sensaciones, en el paquete que aquel día trajo a su casa el transportista con los ejemplares, el primer tacto de las tapas y todos y cada uno de los tactos posteriores, las letras impresas con su nombre, el olor de las páginas al pasarlas, el envoltorio donde guarda su colección de comentarios, las fotos, las felicitaciones, las manifestaciones privadas y las sorpresas, la continuidad en los que ahora esperan. Se escarbó entonces por última vez en busca de remordimientos y culpas, pero de eso no fue capaz de encontrar nada. Entonces sonrió, casi con malicia, y pensó que esas eran las historias que de verdad le interesaban. Seguiría adelante. Seguiría por donde iba con ese segundo libro que tenía a medias, lleno de historias tan cercanas, de anécdotas regaladas, tomadas prestadas o directamente desvalijadas, y de ese no parar de personajes demasiado parecidos a personajes que conocía, pidiéndole paso.

 
 

Carmen Peralto

Imagen: Carmen Peralto

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