El formidable patinazo –con caída de culo digna de una película de cine mudo- protagonizado en Bruselas por los máximos gestores del Ministerio de Cultura con motivo de la suspensión temporal de las ayudas económicas al sector del cine es tan sólo la guinda de una tarta que a día de hoy no sabemos dónde demonios acabará estampada.
Es sabido que el cine español tiene planteado un doble y formidable reto: aumentar su cuota de pantalla, que ronda el quince por ciento, y hacer frente a la piratería visual. Las famosas y controvertidas subvenciones serían un elemento necesario, aunque en ningún caso suficiente, para mantener la aspiración de arrastrar en un futuro a más espectadores a ver cine español asegurando la producción de un número suficiente de películas que preserven la industria.
Pero dichas subvenciones levantan toda clase de ampollas, no ya en los espectadores sino entre los propios miembros del sector. Y es que el reparto del maná del dinero público siempre crea beneficiados y perjudicados. El espectador, por su parte, se pregunta por qué ha de pagar dos veces por ver la misma película española. Al precio en taquilla se suma el dinero que se le sustrae de sus impuestos para contribuir a la financiación de la misma. Y ello sin contar la publicidad a la que se ve sometido por parte de las cadenas de televisión, una parte de cuyos beneficios son por ley también canalizados para financiar el cine patrio.
La nueva ley ministerial que regula las ayudas al cine pretende, al menos eso se asegura, racionalizar la concesión de subvenciones. El espectador se pregunta si servirá para erradicar ese mecanismo perverso al que asiste desde hace ya mucho tiempo y que lleva a directores que se han descalabrado en taquilla con su última película a estrenar al poco tiempo una nueva como si nada hubiera pasado.
La acción contra el intercambio de archivos en internet parece encaminada a facilitar su bloqueo sin que el consumidor, al menos de momento, vislumbre una alternativa válida, eficiente, articulada a través de ese medio. Al mismo tiempo –piensa el consumidor- la supresión de intermediarios que permite el cine a través de internet debería tener un reflejo en el precio final.
Como ya sucediera con el negocio musical, la irrupción de Internet se asemeja a una especie de Godzilla que siembra el caos y aterroriza a los habitantes de la ciudadela del cine. En cualquier caso, queda descartada cualquier posibilidad de regresar en pleno siglo XXI a usos propios del siglo XX ¿O alguien por ahí piensa estos días en abrir un video-club?
El precio por ver una película en las tradicionales salas de cine ronda ya los siete euros y medio, al menos en la capital. “Ir al cine” se ha convertido en una inversión, más aún en tiempos de crisis. Si la película no te gusta sales de la sala deprimido o tirándote de los pelos. Los espectadores están desertando y los propietarios se plantean usos alternativos. Este próximo domingo, sin ir más lejos, serán decenas las salas que retransmitan en directo en Madrid un partido de la máxima rivalidad del fútbol español.
¿Y la crítica? ¿Qué papel le corresponde en todo esto? España es un país relativamente pequeño y no es raro que en sectores específicos se creen extrañas sinergias. No olvidemos que en el caso que nos ocupa intervienen grandes conglomerados de medios de comunicación mediante la financiación a que se ven obligados sus canales de televisión y cuyos tentáculos a menudo se extienden a influyentes medios escritos. Ello puede desembocar en críticas favorables de películas mediocres o críticas entusiastas de películas simplemente interesantes. Pero el espectador medio no es tonto, se la pueden dar una o dos veces pero frente a un desembolso de más de siete euros acaba aprendiendo a cuidar de su inversión y a desconfiar de quienes ya le traicionaron en el pasado.
Por si no fuera suficiente, con sus apasionados posicionamientos públicos en favor de determinadas opciones políticas el sector del cine consiguió alienar a una porción considerable del público español que no parece dispuesto a perdonar lo que entendió como una intrusión intolerable por parte de la farándula. Si el campo de juego ya era estrecho semejante actitud contribuyó a achicarlo aún más.
Se podría discutir también sobre los criterios que guían la elección de los máximos gestores llamados a reconducir la situación o la paradójica proliferación de toda clase de festivales de cine a lo largo y ancho de la geografía española en un momento en que las salas de toda la vida luchan por la supervivencia.
¿Quién estará en condiciones de deshacer semejante nudo gordiano? ¿Cuántos superhéroes hacen falta para reconducir el desaguisado? ¿Versará la próxima película del género de catástrofes sobre el hundimiento del cine español? ¿Será la próxima película sobre la guerra civil una metáfora del enfrentamiento interno en el sector del cine? ¿Cuánto tiempo resistirán el puñado de intrépidos cineastas en formación rodeados de toda clase de amenazas y enemigos? ¿Lograrán entre todos rescatar al increíble público menguante? Puede que sólo Buñuel fuera capaz de engarzar tantos argumentos y dotarles de un sentido, pero ya no se encuentra entre nosotros. Por cierto, ¿sería él capaz de rodar la historia sin tener que recurrir al dinero público?