Siempre recordaré aquellos veranos de mi infancia. El mar. El mar me acunaba. El baño era un ritual diario, en el que se condensaba todo el placer de las vacaciones. Me alejaba de la orilla y del barullo de mis primos y allí, a solas, hacía el muerto. El agua, que cubría mis oídos, me aislaba del bullicio de la playa, sumergiéndome en un silencio total. Yo era el mar. Abría los ojos y observaba el cielo azul, las gaviotas. En aquellos momentos me sabía un ser privilegiado; el mundo era un lugar perfecto. La playa, mis primos, los partidos de fútbol, trampas, siempre nos hacían trampas, los paseos en bici al atardecer, el perro, Lay, que nos seguía, al borde del infarto. Maltrato perruno. Cuando llegábamos a la punta del espigón le acariciábamos entre las orejas, y le decíamos, buen chico. La lengua le caía hasta el suelo. Nos gustaba sentarnos en el pretil del paseo marítimo y tomar un helado inventando historias de náufragos que se convertían al canibalismo, y freían sin ningún complejo el intestino delgado de sus enemigos. A veces un vecino nos llevaba a pescar en su barca, y uno creía en dios cuando picaban los peces y brillaban como joyas, mientras sujetábamos la caña con fuerza bajo un sol de justicia. Los domingos mi padre nos invitaba al aperitivo y yo pelaba las gambas con cuidado y luego el sabor a mar se quedaba en mis dedos durante horas. También mi piel sabía a mar, cubierta por el salitre tras cada chapuzón. Me gustaba chuparme los brazos, aunque mi madre me decía que no hiciera eso, porque le parecía desagradable. Sin embargo, al hacerlo, yo mismo me sentía gamba, animal marino, pez de verano durante esos dos meses que compensaban el tedio de Madrid. Por las noches refrescaba, y mis padres y mis tíos jugaban a las cartas después de cenar, en la terraza, mientras mi prima Elena se preparaba para salir con su novio. ¡Qué miras, enano! me decía mientras se pintaba los labios, radiante, y luego me despeinaba con un gesto cariñoso. ¿Puedo ir contigo? Ella se reía. Eres un poco pequeño. Cuando crezcas, ¿quién sabe? Un día y otro, el sol, el sol que calentaba y derretía aquellos veranos largos, interminables, que parecían durar una eternidad, hasta que de repente el tiempo empezaba a correr, y se imponía la cuenta atrás. Cada día era un día menos. Y mi madre empezaba a pensar en las maletas, y en los malditos uniformes y los libros de texto que había que plastificar. Y yo, hasta el último día, seguía yendo a la playa. No me cansaba. Fantaseaba con que si seguía bañándome, me saldrían escamas, y un verano no regresaría a Madrid. ¿Dónde está? ¿Habéis visto a Marcos? Yo les observaría desde la bahía, y escucharía sus gritos, y sí, sentiría cierta tristeza, pero quizás no demasiada.
La primavera en que cumplí doce años, Elena se mató en un accidente de moto. Ese mismo verano mis tíos vendieron el apartamento de la playa y se encerraron en su piso del barrio del Pilar, con las persianas echadas y el aparato de aire acondicionado funcionando a todo trapo. Mis padres nos compraron un bono para la piscina municipal, pero yo no fui ni una sola vez. Desolado, intenté recuperar mi esencia acuática sumergiéndome en la bañera. Cuando me introducía en el agua jabonosa, no podía evitar el llanto. Lloraba por Elena, lloraba por el verano perdido, incluso por las gambas que imaginaba pudriéndose sobre un platito de cerámica, y por muchas cosas que todavía no tenían nombre. Pronto me sentía incómodo, y también lloraba por eso, porque para entrar en la bañera tenía que encogerme mucho, y nunca conseguía hundir las rodillas, que sobresalían del agua como dos montañas blancas, redondas y suaves.