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ISSN 1989-4163

NUMERO 08 - DICIEMBRE 2009

 

Arte Político: La Reencarnación del David

Lalo Borja

“De hecho, son muchos los usos de las innumerables oportunidades que la vida moderna nos ofrece para observar –a distancia, a través del medio fotográfico- el dolor ajeno. Las fotografías de una atrocidad dan cabida a reacciones opuestas. Una llamada a la paz. Un llanto que clama venganza. O simplemente el convencimiento superficial, continuamente confirmado por el hecho fotográfico, que cosas terribles suceden.”
                                   Susan Sontag “Observando el Dolor Ajeno” (1)

 

David (2005), obra del artista colombiano Miguel Ángel Rojas, nos lleva a una encrucijada difícil de dilucidar. Es el dilema que dota de peso específico a todo gran arte: aquel que resume en su fibra una multitud de interrogantes. El arte como agent-provocateur, donde se nos muestra de manera unilateral lo que quiere demostrar  su presencia, lo que propone en su existencia con ánimo de producir una reacción.

En fin de cuentas, el arte como manifiesto político ante cuya visión debemos tomar partido en pro o en contra. Rojas ha concebido una serie de fotografías usando el cuerpo mutilado de un joven soldado. La obra está compuesta por una secuencia de imágenes en gran formato en las que vemos desde varios ángulos con sutiles variaciones un desnudo masculino.

La reacción que suscita esta puesta en escena nos lleva a interiorizar de inmediato y a distancia el dolor ajeno. Tarea imposible a todas luces ya que la herida le ha sido infligida a alguien más cuyo cuerpo no es el nuestro ante el cual asistimos como espectadores.

Es evidente la relación que existe entre el soldado de la fotografía y su predecesor, el David clásico, la escultura que Michelangelo Buonarroti esculpió entre 1501 y 1504.

El ensamble con mínimas variaciones de cuadro a cuadro refleja a manera de espejo varias caras repitiendo la pose de escultura renacentista. El cuerpo entero descansando incómodo sobre la única pierna disponible enfatiza el muñón y lo instaura leitmotiv, punto de encuentro con la obra y hacia donde se dirigen todas las miradas.

El resultado a primera vista, horror, repudio, solidaridad, pone de presente la cruenta verdad sobre las minas antipersonales en Colombia y, por extensión, en otros países donde se siembran minas para causar horribles lesiones de forma indiscriminada.

“Quiebra-patas” les llaman en Colombia a esta variedad inhumana del conflicto con cierta evidente sorna ya que quienes más sufren no son los semovientes: son en su inmensa mayoría seres humanos, soldados, campesinos, niños y adultos; hombres y mujeres. (*)

La obra lleva de inmediato a preguntarse cómo puede una sociedad asumir pasiva aquello que a muchos asombra estupefactos: la diaria dosis de violencia, la alta cuota anual de lisiados y muertos en los campos minados.
Estos interrogantes nos acusan de complicidad porque hasta entonces hemos asistido anestesiados a las noticias en la tele o la página de horrores en el diario. Miguel Ángel Rojas ha creado una obra conmovedora a partir de una fotografía cuya historia es la diaria realidad de un país convulsionado.

La imagen del soldado David, tan austera, tan posesa de estoicismo, es un compendio de pathos inefable dentro de la cual se atisban todas las iconografías desde el Renacimiento hasta el posmodernismo. El arte se nutre de la historia que le ha precedido o se crea a sí mismo según las exigencias del momento actual.

Es evidente que la obra de Rojas con su soldado mutilado evoca, rinde homenaje y establece como referente la escultura de Michelangelo en Florencia. Empero su alcance está diseñado a agitar nuestro sentido de repulsión frente a lo que se nos muestra como un hecho cotidiano, algo de común ocurrencia en un país violento. Que lo haya logrado con una pieza de retablo clásico es altamente meritorio.

Rojas ha reencarnado el David de quinientos años en un hombre joven que no llega a los treinta y nos lo presenta lisiado, castrado a medias, y no por eso menos poderoso que el original en su pose de guerrero bíblico.
Es lícito preguntarse si las dos obras, la nueva y la antigua, son productos del arte al servicio de una causa y si ambas actúan como propaganda. La lectura inicial sugiere una aproximación al arte de academia más que al manifiesto que llama a la acción y, sin embargo, ambas piezas de arte incitan a tomar partido. El uno, en su época a favor de un estado, el de la Florencia de los Medici y el otro, el colombiano, a favor de los lisiados civiles y militares en una guerra sin cuartel. 

Es quizás por este motivo que cuanto más observo este David más pienso en la Venus de Milo, semidesnuda, sin brazos, desvalida; eternamente atada a un destino marmóreo imposible de cambiar, al igual que el soldado sin su pierna.

La obra sugiere, por un lado, un hondo sentido de impotencia, la supina inoperancia de un sistema de gobierno para proteger su población. Y, por otro, las acciones de un grupo guerrillero dando palos de ciego desde lo profundo de la selva, originando oposición y repudio desde las paredes en una galería de museo.

Es allí, a partir de la lucidez demostrada por esta obra de inmenso coraje, desde donde se puede empezar a librar la batalla más ardua: la del entendimiento.

     (1)  Susan Sontag – Regarding the Pain of Others
Hamish Hamilton an imprint of Penguin Books-2003

 

      (*) Minas antipersonales. En 659 municipios de Colombia hay sembradas minas antipersonales; 289 más que en el año 2.000. En los últimos cinco años, 2.358 personas han sido víctimas de estos artefactos.

 

 
 


Fotografía: Fernando Cruz, Bogotá, Colombia

 

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