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ISSN 1989-4163

NUMERO 08 - DICIEMBRE 2009

 

La Feria de los Discretos Encantos de la Librería

Luís Arturo Hernández

         LA FERIA DE LOS DISCRETOS ENCANTOS DE LA LIBRERÍA

          Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y  vile con caracteres que conocí ser arábigos.
                                       Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha

           Las casetas de la Feria del Libro se dividen en  dos: las que tienen bicho dentro y las que no lo tienen.                          Manuel Vicent

             Taciturnos, metódicos y alterables, de naturaleza callada y acusado narcisismo, gafas redondas de gruesos cristales que les aumentan los ojos hasta la parodia, protagonistas de una ópera bufa sin argumento, acuden, renunciando a todo, como si la vida ordinaria les diese náuseas, al reclamo de las cien librerías de viejo instaladas en Blonembun, abiertas los siete días de la semana. Conforman una hermandad de fanáticos de los libros raros, nómadas con un sistema teosófico propio a la búsqueda de datos, noctívagos enfermos de bibliomanía que, como escribió Pío Baroja, es una enfermedad incurable: encontrar el libro soñado les genera una adrenalina similar a cazar un ángel o a ser abducidos por una luz del cielo; un éxtasis en racimo que dura el tiempo de una pluma al caer.
                                       Óscar Sipán, Guía de hoteles inventados
                                                                
   Tiene algo de humilde aldehuela perdida y olvidada, y transplantada piedra a piedra a una plazoleta de la capital, La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Sus propietarios ostentan una dignidad de parientes pobres acostumbrados a errar en bíblica maldición, por los andenes de la estación primaveral de esa trashumancia del libro en busca de nuevas pastas, se diría inquilinos amansados por un destino fatal de traslados forzosos, habituados con resignación a los desahucios decretados por las adversidades de la Ley Natural, como si se hubieran venido a la ciudad con la maleta de cartón y el baúl de libros del abuelo atado como un pliego de cordel.     
   Y es que esta feria, esa hermana fea de las vanidosas y despampanantes Ferias del Libro, tiene algo de asentamiento provisional en campo de refugiados, con sus barracones donde se concentraran hacinados los viejos —y los niños, si se presta la ocasión— huyendo de la quema, a resguardo de La hoguera de las vanidades, en los vagones estacionados en la vía muerta de la inactualidad y el desdén, contáineres apilados en el muelle de arsenales sin cuento, depauperados libros que tras una ignota y ajena singladura no llegaron quizá jamás a buen puerto.
   Deambulando por la Calle Mayor —y la única— de ese poblado fantasma, el bibliófilo cree sentirse por un momento en el lejano país de Librolandia, en la Utopía del lector, en un pequeño gran reino de fábula en que cada portal acogiera una librería, con un alicatado de tomo y lomo hasta el techo y su marquesina de barquillo y uralita. En ese vagabundear por ante los escaparates de Vetusta, por esa Península de Barataria, por esa República de las Letras en que Ayuntamiento, Iglesia, Escuela y Taller, Parada y Fonda son una y la misma casa, experimenta el bibliómano no sólo el vértigo de un reposado viaje a los tiempos de Maricastaña, sino la curiosidad del arqueólogo que llevara a cabo el hallazgo de una polvorienta ciudad summergida y remota de la que sólo afloraran los desvanes y altillos de La Biblioteca de Babilonia, guardillones con preciados ejemplares conservados en el ámbar de la plastificación entre las hojas disecadas de tanto volumen, escarbando en el mostrador entre los tejuelos de los libros encabalgados de un tejado vencido y desarmado, ante la mirada sedente de dueños inmóviles cual momias autómatas, bibliotecarios petrificados por el sopor, estafermos en funciones de testaferro, disecadas aves de cetrería de ojo certero perchadas en la alcándara del mostrador, figuras criogenizadas bajo el peso de los años.
   Para el devoto lector, piadoso visitante de monumentos, guiado por ese sentido reverencial del mito de la cultura del que ha hablado nuestro San Gustavo Bueno, La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión se antoja un Pueblo Español numeroso de capillas, la nave aérea por cuyo transepto discurre, atisbando a diestro y a siniestro, una parroquia a la mira, ojo avizor a cualquier novedad inusual —y desactualizada por últimas modas— entre los breviarios que parpadean con tenues brillos al pie de las extáticas y bizantinizadas imágenes del iconostasio, una feligresía que busca en el vicario de Borges en este mundo al oráculo clásico y venal en el confesionario apaisanado con hispana puertecilla de corraliza, al pastueño clérigo a quien hacer partícipe de sus más vergonzantes pecados bibliofílicos, sean de pensamiento, palabra, obra o edición.

         AQUELLOS TOMOS TRAJERON ESTOS LOMOS o EL SALDO DE LAS VANIDADES

     Se mueven entre los pasillos arrastrando la malaventura, sin estorbarse, como mineros a la búsqueda de una buena veta, con demasiadas pulsaciones en reposo, respetuosos con el trabajo de campo de sus adversarios; la infusión amarga de la envidia vendrá después. Las ansias de controlarlo todo han degenerado en un estrabismo severo ampliado cruelmente por los gruesos cristales de sus gafas. A Ludovic Sindone le conmueve la delicadeza con la que toman los libros de los estantes, una delicadeza que roza el sacramento, y la humildad con la que los devuelven. Libros que calzaron muebles de traperos y decoraron despachos de contables. Libros rescatados de naufragios y escombreras. Libros sustraídos de mansiones decadentes. Libros hallados al derribar muros de abadías, que parecen contradecir al poeta Benjamín Prado: algunos libros son más hermosos que la vida. O por lo menos de esa vida lúgubre de los enfermos de bibliomanía, que paladean sus páginas en un nirvana intelectual del que sólo descienden a la hora del cierre.
                                       Óscar Sipán, Guía de hoteles inventados

   Tienen las casetas de La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión —rancios resabios hidalgos los de esos dos apellidos pintiparados del solar de los antepasados— algo de sucursal temporera del Rastro villano y cortesano a la vez y mucho de cartolas de carromato ambulante en gira por provincias de las librerías de lance de otras metrópolis o aledaños villorrios. Hay en esas casetas como de peón caminero una mezcolanza de materiales de derribo, una atmósfera atónita y suspensa de almacén o guardamuebles al que hubieran ido a parar las bibliotecas de anticuarias casonas venidas a menos —y cuando el dinero sale por la puerta, la biblioteca huye por la ventana—, antiguallas de los palacios de la cultura cuyas portadas blasonadas se elevan en la pared frontal, en una atmósfera de áulica y remansada atemporalidad de museo o brocante, sobre tantos títulos venidos abajo, en una exhibición de ex libris de viejo cuño, autografías dedicadas, añejas y exóticas tarjetas postales de Cuba o Filipinas y otros recuerdos de familia de inapreciable valor sentimental.

   La grandilocuencia metafórica y culterana del comerciante del ramo, que reserva para mejores empresas los nombres de El Parnaso o El Híper del Libro, ha dado en personificar con harta prosopopeya los nombres de los establecimientos del sector. Y así, junto a El Asilo o El Hospital del Libro, no es de extrañar que exista una Guardería del Libro para incunables destapados o un Hospicio del Libro para ediciones que nacen ya destinadas a las librerías de ocasión, abandonadas en torno a la feria, inclusas en los bajos fondos de las casetas de viejo sin haber dejado siquiera la crisálida de su envoltorio de recién salido a la luz; una Casa Real del Libro para las ediciones princeps u otras mal guillotinadas; un Centro de Educación Especial del Libro destinado a obras defectuosas, con páginas repetidas o en blanco o de ediciones limitadas, una Cárcel del Libro para los im/presos cautivos que esperan una mano mercedaria que sepa rescatarlos, o el Tanatorio del Libro, para ejemplares deslomados o víctimas de un cáncer encuadernado en piel.
   Esos libros, ya sean inhóspitos y hostiles cual salas hipóstilas o entrañables y acogedores como plácidos balnearios desangelados, ya roturados por un subrayado tembloroso, iluminados por lamparones o con las puntas dobliqueadas por un tic neurótico a modo de orejitas de perro de compañía, nos sirven ideas y emociones de segunda mano, con la fragancia en que naufragaron tantas almas muertas o el embeleso de la prosa de un beso, exhalando el mórbido ascetismo, magro y escurrido, de la razón, inoculando la sensual lucidez de las artes, el vértigo que irradian las aventuras a flor de piel o el riesgo emanado del andamiaje de las ciencias, o dispendiando la voluptuosidad esquiva que hiere la memoria sumiendo al lector en la convalecencia o la abulia de su inalienable derecho al dolorido sentir.      

   Sea una vida libérrima, llena de lances, de mano en mano entre galanterías, rosas y crisantemos, la vida que haya llevado un señor libro, sedentaria en los anaqueles de una biblioteca pública o desgastada al servicio de eruditos cultivados y sesudos, cualquier obra —lo mismo una cartilla escolar que la Crítica de la Razón Pura, igual un catecismo que el Manual para el cultivo del Geranio— acaba siendo de segunda mano, malvendida sin caer en el trueque degradante y popular de los garitos de “Se cambian novelas y chistes”, expuesta  al público en esa barraca que como en una tómbola se convierte en el cementerio de la vanidad de los escritores,  camposanto en que viene a enterrarse la Feria de las Vanidades, a precio de saldo, rebajado o con descuento, en un remate total por la liquidación de sus existencias, en manos de libreros sin escrúpulos —peritos y peristas de la edición, chamarileros de biblioteca— o ante las narices de curiosos impertinentes, en añeja y barojiana feria de los discretos encantos de la bibliomanía, antes de ser triturada para el reciclaje celulítico o consumirse en el crematorio de La Hoguera de las Vanidades. Vanidad de vanidades, todo libro, viejo, es vanidad.  
 
 

Vanidades

 

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