Puede que la vida sea levantarse al alba, escribir unas cuantas líneas y dejar que se enmarañen solas, como por azar o inercia, quizá por destino. Son las palabras, entonces, las que toman las riendas de la realidad y la nombran y deshacen, igual que nos nombran y nos deshacen, dejándonos a la expectativa de unos hechos que hemos provocado sin imaginar, siquiera, su razón de ser, sus terribles o magníficas consecuencias, su textura de eventos surgidos más allá del límite retórico entre la necesidad y el deseo, el filo dialéctico de un par de sílabas cayendo sobre el mundo y encendiéndolo, al fin brasa y resplandor, la luz en el rostro, el rubor de la ceniza como consumación de los siete días que dura la vida, su viaje al centro de uno mismo y sus circunstancias. Hace ya un siglo de la Gran Guerra y oigo, alrededor y adentro, los mismos murmullos sepulcrales, pero enardecidos, de siempre. Será que el mundo es una polifonía infernal que precisa, de vez en cuando, de la pausa y el silencio, la combustión lenta de las palabras y los significados, la digestión pesada de la sangre y, perversa, del horror. Nos queda luego, ahora, observar cómo el vuelo rasante de los nacionalismos va llenando de grietas, como zanjas, la página en blanco de las tierras convertidas en campos de batalla. Poco importa si en Crimea o en la Cataluña herida de sí misma y de los políticos que se la han hecho suya. ¿Hasta cuándo seguirá siendo, el mundo, una letanía y un salmo, una epifanía nacionalista, la oscura premonición de una catástrofe?