En algún lugar, lejos de todo, Kerschwin se encontraba primero en la noche más siniestra y pasó a la luz sin solución de continuidad. Despertar no fue agradable, menos así sobresaltado. Pero no pudo incorporarse como de costumbre. Tenía atado de alguna forma el torso a una cama y tanta luz le cegaba de forma completa.
No que estuviera soñando algo mejor que lo que tuvo al despertar, pero a los pocos segundos pensó que era mejor seguir dormido. Con lo poco que pudo mover su cuello vio que sus piernas se perdían en una asombrosa luz blanca y aparecían debajo del atuendo que le habían puesto como garras de araña o de cascarudo o langosta o avispa. Sólo que no volaba.
Se calmó pensando que volaría. Kerschwin sabía que podía volar y que por eso deberían haberlo sujetado. Debía ser por eso. Maldita policía.
Escuchó la voz que estrujaba su garganta:
—¿ Me oye Señor Kerschwin? ¿Me puede decir su nombre?
—¿Kerschwin? —dijo Kerschwin.
—Su nombre de pila, el año de su nacimiento, su domicilio, por favor.
—Señor Francis Kerschwin, nací en 1950, vivo en la Suite 1015 de Fairmont, en San Francisco, California.
La voz atronaba.
—Tenemos que llevarlo más rápido. El ACV progresa demasiado rápido.
—San Francisco —repitió desesperanzado Kerschwin.
—¿Recuerda cómo llegó a Bolivia, caballero? —atronó la voz.
—Las palomas o los murciélagos —balbuceó K.
—No hay caso. ¡Felipe! ¡Por favor apúrate o perdemos al yanqui!
Felipe hacía lo que podía. La ambulancia casi volaba por el empedrado.
—¿Me puede decir qué día es? —volvió la voz.
—Es el día viernes. Agosto —K dudó un instante—. Sí, agosto —confirmó.
—¡Felipe, el señor se nos va! —y a K—: ¿Me repite su nombre?
—Me dicen K. Soy un pseudónimo.
La ambulancia llegó a la explanada del Hospital. Lo recibieron con mucha premura. Estaba pálido y sus manos parecían arañas a punto de saltar sobre las moscas.
—¡Soy un pseudónimo! —gritaba K—. ¡Esto no me está pasando!
—Bienvenido al espejo, entonces, le dijo una voz femenina muy familiar y aterciopelada.
De pronto, el bullicio se desvaneció; la luz se fue diluyendo como leche en el agua; los ojos de K se hacían de gelatina azul; las manos que lo sujetaban se congelaron en un gesto de custodia inútil; se pudo incorporar mientras un enfermero se iba transparentando como pez de agua y en la turbulencia se oía la voz de los altoparlantes que gritaba:
—¡Atención! ¡Atención! El pseudónimo de Kerschwin es real. Somos nosotras las imágenes. ¡Atención! ¡Atención!
Kerschwin se sentó mejor al piano. Acababa de tocar un movimiento de su Sonata para piano. El público había enmudecido de emoción y algún aplauso suelto lo trajo al escenario. Respiró. Empezaba el segundo movimiento: “Ragnatela traslucida”.