Cuando en 1968 George A. Romero estrenó La noche de los muertos vivientes no sólo inauguró la era del terror materialista sino que dio con la metáfora más perturbadora de nuestro tiempo. Probablemente fue por casualidad, lo mismo que la penicilina y otros grandes hallazgos, del mismo modo que también fue casualidad que el protagonista de la cinta, Duane Jones, fuese un actor negro. No sé si recuerdan ese final prodigioso: tras el nocturno aquelarre de canibalismo y violencia, llega el alba y se instaura una vuelta al orden aun más terrorífica que la pesadilla de los muertos levantándose de las tumbas: la policía y la milicia acabando con la plaga a tiro limpio, disparando alegremente contra todo lo que se moviera. Al pobre Duane, superviviente de una orgía de sangre, se le ocurre asomarse a la ventana y recibe un balazo en la cabeza.
El azar también decidió que, por una macabra coincidencia, la película terminara de montarse justo un día después del asesinato de Martin Luther King. Mientras viajaba en el autobús, de camino a Nueva York para ver a los productores, Romero leyó la noticia y comprendió que lo que llevaba encima era dinamita. Desde entonces el zombi ha servido para encarnar, entre otras muchas cosas, todo lo que no pertenece a la sociedad, todo lo que la sociedad percibe como una amenaza, ya sean negros, árabes, mendigos, latinos, judíos, gitanos, kurdos, palestinos. O dicho con menos etiquetas: inmigrantes, gentuza, indeseables, tipos que están donde no deberían, que se desplazan como una horda indocumentada y que vaya usted a saber cuáles son sus intenciones.
Una foto de un centenar de inmigrantes subsaharianos al asalto de la valla de Melilla, jugándose la piel y la vida contra las cuchillas, arriesgándolo todo por un nuevo futuro, ha disparado otra vez la alerta zombi, ese mecanismo fascista y fóbico que Romero acertó a detectar en lo más profundo de la psique humana. ¿A dónde va esa muchedumbre? ¿Por qué no se está quieta? ¿Y qué vamos a hacer con ellos? Todas ellas preguntas cuyas respuestas no son fáciles, aunque lo más fácil de todo es dispararles una lluvia de pelotas de goma, hundirles las pateras en alta mar, alzar una valla, alzar un muro, permitir que se ahoguen.
Las preguntas, además, no afectan sólo a España o a Italia, principal receptáculo de la inmigración ilegal por razones puramente geográficas, sino a toda Europa y muy especialmente a Bruselas. Porque habría que recordar que Bruselas, cuando reinaba allí Leopoldo, fue el epicentro de una rapiña genocida en el antiguo Congo que provocó la muerte de cerca de diez millones de personas. Bélgica, Francia, Inglaterra, Alemania, España, prácticamente todas y cada una de las grandes naciones europeas invadieron África para llevársela a pedazos en nombre del imperialismo y nadie preguntó entonces si aquella carnicería, de la que apenas se cumple un siglo ahora, era lícita o no. Nadie le preguntó a Stanley en el Congo, cuando entró a sangre y fuego esclavizando a hombres, mujeres y niños, si llevaba en regla los papeles.
No hablo de venganza ni de castigo, no quiero decir que la inmigración sea el reverso del imperialismo, ni que las oleadas de miles de subsaharianos que esperan para cruzar el Estrecho sean la revancha de la Historia, el pago por los pecados de nuestros antepasados, ni siquiera el peaje por nuestra ceguera y nuestra miseria moral. Digo sencillamente que esos hombres y mujeres desesperados que esperan a las puertas de Europa vienen huyendo de la historia, huyendo de hambrunas y de guerras, huyendo de la devastación como muertos que se han levantado contra su sentencia de muerte y que se han puesto en pie para marchar lejos de sus remotos cementerios africanos.
La cuestión es si ahora, por primera vez, entablaremos diálogo con el zombi, si responderemos al reclamo de la humanidad como la humanidad ha hecho siempre (a tiro limpio, a pelotazos de goma, a muros inexpugnables, a campos de internamiento, a la condena, a la expulsión y al hambre) o si haremos realidad esa obra maestra de la ciencia-ficción que dice que todos los hombres nacen libres e iguales.